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Esas cosas que no decimos

Those things we don't say

Nos complace presentar dos excepcionales obras literarias que han capturado los corazones de miles de lectores antes de ser lanzada a la venta: "Una pequeña historia de amor" y "Esas cosas que no decimos". Estas novelas, orientadas a las nuevas generaciones, narran historias de romance que conectan profundamente con lectores de todo el mundo.

Escritas en tan solo tres meses, ambas novelas pertenecen al mismo género literario y se comercializan juntas, formando un dúo irresistible para aquellos que buscan identificarse con historias que reflejan vidas comunes con un toque extraordinario. Los personajes y las historias representan roles cotidianos que resultan familiares y profundamente significativos, ofreciendo perspectivas que podrían asemejarse a experiencias propias. El objetivo es que el lector encuentre en estas páginas momentos de conexión genuina que resalten factores sociales y emocionales relevantes.

Edición limitada y distribución global

Estas obras se presentan como ediciones limitadas, con 214 páginas cada una, en su versión original del autor. Creyendo firmemente en la necesidad de facilitar la lectura para las nuevas generaciones, el autor ha optado por novelas concisas y accesibles, ideales para mantener la atención en tiempos actuales. Además, están disponibles en diferentes formatos, incluyendo el audiolibro, que ha sido el preferido por los lectores, y se distribuyen libre de impuestos en más de 25 idiomas y a nivel mundial.

El adiós de un autor

Cabe destacar que estas novelas marcan el final de la carrera literaria del autor, quien, debido a circunstancias difíciles relacionadas con la industria editorial y a su experiencia personal con ataques y controversias derivadas de algunos de sus libros, tomó la decisión de retirarse del mundo de la literatura. La naturaleza controversial de ciertos títulos despertó el interés y la crítica de sectores conservadores, religiosos y políticos, generando desafíos significativos que él enfrentó con valentía.

Con estas novelas, el autor deja un legado lleno de sensibilidad, creatividad e impacto cultural. "Una pequeña historia de amor" y "Esas cosas que no decimos" representan su última contribución al arte literario, plasmando su pasión y dedicación en cada página.

Gracias por elegirnos En nombre del equipo detrás de estas obras, agradecemos profundamente tu interés y apoyo durante nuestro acompañamiento al autor Marcos Orowitz, Es un honor compartir contigo estas historias que, sin duda, dejarán una huella especial en tu vida.

EDTV Virtual





Cortesía del texto: EDTV

Capítulo 1: Mi primer beso

Paginas: Total 214

Prologo

"¿Alguna vez te has detenido a pensar qué secretos guarda el juego del amor? Yo sí, muchas veces. Me he encontrado deseando desesperadamente regresar en el tiempo, buscando entre los detalles más pequeños las pistas que pudieran guiarme hacia una nueva historia, evitando tropezar de nuevo con el fracaso. He examinado los recuerdos como quien examina un mapa desgastado, con la esperanza de encontrar un sendero olvidado, una bifurcación que me conduzca a una dirección distinta. Pero ¿sabes qué? Eso es imposible.

El amor no pertenece al pasado ni a los recuerdos, porque el amor es intrépido y siempre encuentra su camino hacia lo nuevo. Es como si cada historia comenzara desde cero, construida con las singularidades que la diferencian de las historias que ya dejamos atrás. Un aroma que estremece, una palabra que queda suspendida en el aire, una caricia que electriza la piel, y un beso que deja huella imborrable. Son instantes que parecen eternos, momentos que desafían el paso del tiempo y las barreras del olvido.

Sí, puede sonar anticuado y hasta fuera de lugar en esta época, pero hay algo en ese amor de antaño que me atrapa: los detalles diminutos, el silencio compartido en los momentos perfectos, el abrazo que salva cuando uno está a punto de perderse. Porque en estos días, donde todo parece suceder a la velocidad de un latido, ¿no se siente como un milagro detenerse a apreciar la magia en lo simple? Ese abrazo inesperado que desarma toda la coraza, esa mirada que no solo atraviesa los ojos, sino que invade el alma y se anida en el corazón. Son esos detalles los que nos recuerdan que el amor, a pesar de todo, sigue siendo humano, imperfecto y profundamente real.

Yo solía tener la capacidad de reconocer cada uno de esos gestos, de leerlos como si fueran libros abiertos, sin necesidad de estrategias ni trucos para descifrar las intenciones. Pero la vida, y tal vez mi propio miedo, comenzó a cubrir ese lenguaje con el polvo de las dudas. Y luego, llegó el día en que descubrí que el amor, al igual que la vida misma, es un juego... Un juego que, al principio, me resistí a aceptar. ¿Cómo podría algo tan esencial, tan vital, reducirse a movimientos impredecibles, a pasos llenos de incertidumbre?

Quizás tú no estés de acuerdo, quizás pienses que el amor es algo más puro, algo que no debe ser jugado ni sometido a las reglas del azar. Pero si te adentras en las páginas de mi historia, comprenderás por qué digo esto, por qué he llegado a esta conclusión. Porque el amor, incluso siendo un juego, es el más hermoso de todos. Tiene reglas invisibles que se escriben y reescriben con cada nuevo encuentro, con cada latido que se acelera al ver a esa persona especial.

Es un juego que no entiende de estrategias ni de cálculos, porque lo único que cuenta es lo que sientes cuando estás en medio de él. Y sí, a veces te sorprende cuando menos lo esperas. Puede presentarse en una sonrisa distraída, en una conversación interminable o incluso en el roce accidental de unas manos que parecen destinadas a encontrarse. Y es entonces cuando te das cuenta de que, aunque las heridas del pasado aún duelan, aunque los fracasos persistan en tu memoria, estás dispuesta a intentarlo otra vez, a lanzar los dados y entrar al juego una vez más.

Porque el amor tiene algo especial, algo que trasciende el dolor y la duda. Es una fuerza que te invita a soñar, a construir algo nuevo, a creer en la posibilidad de empezar de nuevo. Y es así como empieza mi historia. No es una historia perfecta, ni mucho menos, pero fue construida en base a la esperanza, con instantes que desafían al tiempo y con sentimientos que, aunque frágiles, son auténticos.

Tal vez, al leerla, encuentres un recuerdo de tus propias vivencias. Tal vez, al mirar entre mis palabras, descubras emociones que creías olvidadas, o incluso, te inspires a escribir tu propia historia. Porque esta no es solo mi historia: es la historia de todos los que, a pesar de los tropiezos, siguen creyendo en el amor, en su misterio, y en su magia infinita.

Recuerda al final, lo único que debes comprender es que, cuando encuentres a esa persona que creas que es la indicada, no dudes en expresar lo que sientes. Hazlo con valentía, sin temor y sin restricciones. Porque al ser sincera, al desnudar incluso tus pensamientos más secretos, nadie, ni siquiera tú misma, podrá reprocharte jamás haber sido auténtica en lo que sentías."



La primera vez que sentí ese sentimiento, ese que parece arder en el pecho y al mismo tiempo llenar el alma de un calor inexplicable, tenía doce años. Y fue en el verano del 2012 en la ciudad de San Francisco, California, un lugar que siempre me había parecido tan monótono como la niebla que lo cubría. Pero, como descubriría pronto, incluso la monotonía puede ocultar sorpresas.

Lo recuerdo como si fuera ayer. La niebla típica de junio se había levantado temprano esa mañana, dejando un día inesperadamente brillante. Mi madre, como siempre, se había marchado antes del amanecer en un vuelo sin escalas hacia otra reunión al sur del continente. Mi padre, en cambio, había decidido pasar la mañana trabajando en la peluquería. El peculiar silencio del hogar, ahora vacío de su presencia, era algo que solo un preadolescente podía llenar con sus pensamientos. Más tarde, decidí acompañarlo al campo de béisbol en Sausalito, donde entrenaba a un grupo de chicos locales.

Fue allí donde lo vi por primera vez; Él estaba sentado en las gradas más altas, con una gorra de los Giants ligeramente ladeada. Sus pies se balanceaban distraídos mientras hojeaba un libro de páginas ya amarillentas, completamente ajeno al bullicio del entrenamiento. Había algo en él que me llamó la atención de inmediato; quizá era su forma de estar tan inmerso en otro mundo, como si la realidad no pudiera alcanzarlo. Mi padre siempre decía que tenía "ojo para los detalles", y en ese instante, mis ojos solo tenían un objetivo.

Decidí acercarme, aunque no sin dudar. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué hacía yo ahí, con las rodillas temblando y las palabras enredándose en mi garganta? Pero antes de que pudiera encontrar una excusa para dar media vuelta, él levantó la mirada. Sus ojos, de un tono ámbar profundo, me atraparon en el acto. Era como si pudiera ver directamente a través de mi nerviosismo.

—Hola, soy Harry —dijo, con una sonrisa que parecía contener más curiosidad que burla. Su voz era cálida, como un día soleado en una ciudad que rara vez los tiene.

—Yo... soy Eveline —respondí, con una voz que apenas lograba salir de mi garganta aún atrapada por el peso de su mirada.

A partir de ahí, mi verano dejó de ser rutinario. Cada día, después de los entrenamientos, nos encontrábamos en la misma grada. A veces hablábamos de cosas triviales: el mejor lugar para ver las estrellas en Sausalito o cuál era nuestro sabor favorito de helado. Pero otras veces nuestras conversaciones iban más allá, a un lugar donde las palabras no eran suficientes para explicar cómo me hacía sentir.

Fue ese verano cuando aprendí que el amor no siempre llega con grandes gestos o en lugares mágicos. A veces, se esconde en los pequeños momentos: en una risa compartida, en el roce accidental de unas manos, o en la manera en que alguien te mira como si realmente importaras.

La rutina de aquel verano comenzó a girar en torno a nuestros encuentros. En una ocasión, tras un partido particularmente emocionante en el campo de béisbol, decidimos caminar por el malecón de Sausalito. El atardecer teñía el cielo de un anaranjado vibrante, y el sonido de las olas rompiendo suavemente contra las rocas parecía acompañar nuestras risas. Fue ahí donde me contó sobre su sueño de convertirse en escritor.

—Quiero escribir historias que hagan sentir algo —dijo, con los ojos brillando de entusiasmo—. Historias que la gente no pueda olvidar, como las que mi abuelo solía contarme.

Le escuché fascinada. Nunca antes había conocido a alguien que hablara con tanta pasión de algo. Por primera vez, el mundo de los adultos, con sus preocupaciones y prisas, parecía lejano, como si el tiempo en nuestro pequeño rincón se detuviera solo para nosotros.

Otro día, entre tantos de esos recuerdos nos retamos a encontrar el mejor helado de la ciudad. Caminamos durante horas, explorando pequeñas heladerías escondidas en callejones empedrados. Al final, terminamos en un parque, compartiendo una enorme copa de helado de chocolate con almendras mientras discutíamos sobre cuáles serían los ingredientes perfectos para "el helado ideal". Fue una tarde sencilla, pero quedó grabada en mi memoria como un recuerdo feliz, un fragmento de vida sin complicaciones.

Quizá el momento más especial fue una noche en la que se organizó un pequeño evento de observación de estrellas en una colina cercana. Él insistió en que fuéramos, a pesar de mi reticencia inicial. Recuerdo que el aire era frío y llevaba puesto un suéter que apenas lograba abrigarme. Nos recostamos sobre una manta, y él comenzó a señalar las constelaciones, narrándome las historias mitológicas detrás de cada una.

—Esa es Andrómeda, la princesa encadenada —me dijo, trazando con su dedo el camino de estrellas en el cielo.

Hubo un silencio mientras observábamos el firmamento. Fue uno de esos momentos donde no necesitas palabras, porque todo lo importante ya está dicho en los gestos y las miradas. Sentí su mano rozar la mía, tímida al principio, hasta que finalmente se entrelazaron. No fue un gesto premeditado, pero lo sentí como una promesa de algo más, algo que todavía no alcanzaba a comprender del todo.

Los días comenzaron a sucederse con una cadencia que nunca antes había experimentado. Cada pequeño encuentro era como añadir una pieza a un rompecabezas que, a pesar de no tener una imagen completa, parecía encajar de forma casi mágica. Uno de esos momentos ocurrió en una librería antigua, ubicada en el corazón de Sausalito. Era una tarde fría y gris, ideal para perderse entre estanterías llenas de libros olvidados.

Él estaba obsesionado con las historias, y yo, aunque no lo admitía en voz alta, estaba comenzando a compartir esa fascinación. Me llevó hasta una sección de libros viejos, donde el olor a papel envejecido se mezclaba con el aire impregnado de historia. Encontró un ejemplar que había estado buscando desde hace tiempo: una colección de cuentos de Edgar Allan Poe. Cuando lo abrió, sus ojos brillaron con la misma intensidad de siempre.

—Poe entendía los rincones oscuros del alma humana como nadie —me explicó, mientras pasaba las páginas con reverencia—. Creo que todos tenemos un poco de esa oscuridad, ¿no crees?

Su pregunta me dejó pensativa. En ese momento, no sabía si compartía su visión, pero algo en su forma de expresarse me hizo sentir como si hubiera tocado una parte de mí que no sabía que existía.

Otro día, decidimos explorar el Museo de Ciencias de San Francisco. Él estaba emocionado por el planetario, mientras que yo no podía esperar para ver la exposición de biología marina. Caminábamos entre los pasillos del museo como si fuera un mundo paralelo, lleno de maravillas y descubrimientos. Nos detuvimos en una sala interactiva donde podías experimentar cómo se siente estar bajo el agua. El sonido amortiguado y las luces azuladas nos envolvieron, creando un espacio casi surrealista.

—¿Sabías que las estrellas de mar pueden regenerar sus extremidades? —me comentó mientras observaba un modelo de tamaño natural—. Sería genial si las personas pudiéramos hacer eso, ¿no? Regenerar lo que hemos perdido.

Sus palabras tenían un doble sentido que no comprendí del todo en ese momento. Pero cuando lo miré, su rostro parecía reflejar algo más profundo, algo que me intrigaba cada vez más.

Luego estaba la tarde en la que me enseñó a tocar la guitarra. No era precisamente hábil, pero su entusiasmo lo hacía parecer un maestro experimentado. Me prestó su guitarra vieja, una que tenía algunas cuerdas flojas y una serie de rayones que contaban historias propias. Intenté seguir los acordes que me mostraba, aunque mis dedos torpes apenas lograban presionarlos correctamente.

—La música no tiene que ser perfecta —me dijo mientras se reía de mis intentos—. Solo tiene que ser honesta.

Ese momento, con la luz del atardecer filtrándose por la ventana y el sonido imperfecto de nuestros intentos musicales, fue uno de los más auténticos que viví aquel verano.

Ese verano, que parecía estar repleto de descubrimientos y primeras veces, también trajo consigo una noticia que marcó mi vida de manera inesperada. Fue una tarde cualquiera cuando mi padre recibió la llamada que cambió el ambiente del hogar. Su rostro, que siempre irradiaba calma y firmeza, se tornó sombrío. Mi madre llegó temprano ese día, un hecho poco común, y ambos se sentaron en el sofá mientras intentaban explicarnos lo sucedido. Mi abuela paterna había fallecido mientras dormía en su casa ubicada en la ciudad de Tiburón que se encuentra aproximadamente a 13 kilómetros de Sausalito.

A pesar de mi corta edad, el peso de esa pérdida se sintió inmenso, porque mi abuela no era una persona cualquiera. Ella era un alma vibrante, una mujer cuyos pequeños gestos siempre lograban crear momentos inolvidables. En esos días de duelo, me encontré recordando detalles que, para muchos, podrían parecer insignificantes, pero que, para mí, representaban todo lo que ella era.

Mi abuela solía llevar una bolsa de cuero marrón que parecía contener todo lo necesario para enfrentarse al mundo. No importa a dónde fuéramos, siempre tenía algo que me sorprendía: un paquete de galletas de chocolate que había horneado con sus propias manos, un libro de cuentos que decía haber encontrado en una tienda de segunda mano, o incluso una pequeña libreta donde anotaba frases que le parecían interesantes.

Tenía una habilidad especial para embellecer lo cotidiano. Recuerdo cómo transformaba un día lluvioso en un motivo para quedarse en casa y preparar chocolate caliente, que siempre servía en unas tazas desparejadas porque decía que "cada una tiene su historia." Mientras bebíamos, me narraba anécdotas de su juventud, de cómo había aprendido a bailar tango en un salón pequeño y de cómo los pasos de baile la habían conectado con las emociones que no podían expresarse con palabras.

Pero lo que más recuerdo de ella es su jardín. Aunque no era grande, parecía una obra de arte viviente. Mi abuela trataba a cada planta como si tuviera su propia personalidad. Me enseñó que las margaritas eran "alegres y sencillas," mientras que las orquídeas eran "elegantes y un poco exigentes." Juntas pasábamos horas cuidando ese rincón de naturaleza, y en esos momentos, el mundo parecía detenerse. Sus manos, siempre ágiles y precisas, me enseñaron que incluso las tareas más simples podían hacerse con amor y dedicación.

Cuando llegó el día del funeral, y viajamos a la ciudad de tiburón donde había pasado sus últimos años, me di cuenta de que mi abuela no solo había dejado huellas en mí, sino en todos los que la conocían. La iglesia estaba llena de personas que compartían sus propios recuerdos, y aunque la tristeza era palpable, también lo era el amor que todos sentían por ella.

Ese verano, aprendí que las personas no se van realmente cuando dejan este mundo. Mi abuela vivía en sus galletas, en sus historias, en su jardín y, sobre todo, en los recuerdos que había sembrado con tanto esmero en mi corazón.

En los días posteriores al funeral, la tristeza parecía colarse entre las grietas de cada rincón de la casa. Mi padre estaba más callado que de costumbre, pasando horas mirando fotos antiguas en silencio. Mi madre, aunque no era la más expresiva, intentaba llenar el vacío organizando los asuntos legales y familiares que siempre acompañan a una pérdida. Yo, por mi parte, me encontraba inmersa en recuerdos que parecían cobrar vida con más fuerza que nunca.

Una de esas tardes, mientras exploraba las viejas cajas que mi padre había traído desde el hogar de mi abuela, encontré algo que me hizo detenerme. Era un álbum de fotos, uno que mi abuela había llenado meticulosamente a lo largo de los años. Sus páginas estaban repletas de imágenes y pequeños detalles: flores secas entre las hojas, anotaciones escritas con su caligrafía inclinada y elegante. En cada fotografía, su sonrisa era un reflejo de la calidez que emanaba en vida.

Había una foto en particular que capturó mi atención. Era de un picnic en Sausalito, una tarde soleada donde mi abuela lucía un sombrero de ala ancha y sostenía un libro entre sus manos. Recordé ese día con claridad porque fue la primera vez que me leyó en voz alta uno de sus poemas favoritos.

—“El verdadero valor de las palabras no está en lo que dicen, sino en lo que hacen sentir” —me dijo, mientras sus ojos brillaban con esa pasión por la vida que tanto la caracterizaba.

Sus palabras siempre tenían un peso especial, como si fueran capaces de transformar cualquier momento en algo inolvidable. La sensación de tenerla cerca, de escuchar su risa en el aire, era algo que no sabía cómo describir, pero que definitivamente sabía que extrañaría.

Días después, mi padre encontró una caja pequeña, cuidadosamente etiquetada con el nombre de mi abuela. Dentro había un pañuelo bordado con flores, un reloj antiguo que ella siempre llevaba y un pequeño cuaderno lleno de pensamientos y citas que había recopilado a lo largo de los años. Mi padre me dio el cuaderno, diciendo que mi abuela quería que fuera mío algún día.

Abrí el cuaderno con manos temblorosas, sintiendo que cada palabra escrita en sus páginas era una conexión directa con ella. Había citas de libros, reflexiones sobre la vida, y en una página en particular, un mensaje escrito para mí. Decía:

"Querida Eveline, siempre recuerda que la vida está hecha de pequeños momentos. Cuida de ellos, porque son lo que nos mantiene vivos incluso cuando ya no estamos aquí."

Ese mensaje fue como un abrazo desde el pasado, una forma de sentir que mi abuela seguía conmigo, enseñándome incluso en su ausencia.

A partir de ese momento, me prometí a mí misma que atesoraría los pequeños detalles, las historias simples, los gestos cotidianos que muchas veces pasamos por alto. Porque, como me había enseñado mi abuela, son esas pequeñas cosas las que realmente engrandecen la vida.

Después de aquella obra de teatro oscuro que ofreció la vida con la partida de mi abuela, supe que era hora de cerrar esa página. Aunque los ecos de su ausencia seguían resonando en los rincones de nuestra casa, la vida, como siempre, continuaba avanzando. Y así fue como la llegada de mi cumpleaños número trece marcó un nuevo capítulo en mi historia. Este cumpleaños no solo estaba lleno de emociones encontradas, sino también de satisfacciones que me ayudaban a ver el mundo con ojos renovados.

A nivel estudiantil, estaba en una etapa de transición; comenzaba mi vida en la preparatoria, y este paso se sentía enorme, como abrir una puerta hacia un mundo completamente distinto. La Preparatoria Tamalpais, conocida por ser el campus original del Distrito Escolar Unido de Preparatorias Tamalpais y la segunda preparatoria pública del Condado de Marin, me impresionó desde el primer día. Su arquitectura, imponente y repleta de historia, parecía contener décadas de conocimiento y experiencias. Mientras caminaba por sus pasillos amplios, sentí una mezcla de nervios y entusiasmo; cada rincón del campus parecía esconder secretos esperando ser descubiertos por las almas jóvenes que recién comenzaban a salir de ese mundo de colores y sumergirse en uno que les prometía un poco de libertad, libertad para conocer otras formas de relacionarse, sin tanta disciplina.

En esos primeros días, no podía evitar que me invadieran tantas sensaciones. Mi padre solía decirme: “Recuerda que los cambios siempre son oportunidades para crecer,” y aunque sus palabras estaban en mi mente, no siempre me sentía lista para abrazar esa idea. Sin embargo, entre pupitres y conversaciones con mis nuevos compañeros, descubrí un mundo lleno de posibilidades. Comenzaron a formarse amistades que florecían con una espontaneidad que yo misma nunca hubiera imaginado. Entre ellas, Harry se convirtió en alguien especial, alguien que brillaba como un faro en medio de los días inciertos.

Harry, aquel fiel amigo que había conocido en el campo de béisbol, apareció nuevamente en esta etapa de mi vida, como si el destino se empeñara en entrelazarnos. Él siempre lograba hacerme reír, incluso en los momentos más tensos, y estar cerca de él me daba un refugio, una sensación de comodidad que nunca había experimentado. Nos sentábamos juntos en la cafetería, intercambiábamos ideas sobre tareas, sueños, y ocasionalmente, historias absurdas que solo nosotros entendíamos. Con él, siempre podía ser yo misma, y eso, aunque sencillo, significaba mucho para mí.

Ese año estuvo lleno de descubrimientos y primeras veces. Fue el año en que logré pasar a segunda base con Harry, un momento que quedaría grabado en mi memoria como uno de esos instantes que te marcan para siempre. Recuerdo aquella tarde lluviosa, cuando caminábamos juntos bajo una llovizna veraniega, y tomé el coraje que había estado acumulando. Nos detuvimos bajo un árbol, donde la lluvia caía en pequeñas gotas delicadas. Lo miré a los ojos, y el tiempo pareció detenerse.

Con toda la valentía que pude reunir, le di un beso tan largo, tan lleno de emoción y sinceridad, que fue como tocar la luna con las manos. Fue un gesto espontáneo, pero lleno de significado, como si en ese instante todo lo demás desapareciera. Cuando nuestros labios se separaron, Harry me miró con una sonrisa cálida, esa sonrisa que siempre hacía que el mundo se sintiera un poco mejor. No dijo nada; no hacía falta. Todo lo importante ya estaba dicho en aquel beso, en la forma en que nuestras miradas se cruzaron y en el ritmo acompasado de nuestros corazones.

La preparatoria empezó a convertirse en un lugar de descubrimientos. Las amistades que formé dejaron huellas, las experiencias me enseñaron nuevas lecciones, y los momentos que compartí con Harry fueron adquiriendo una magia especial. Cada pequeño detalle, cada conversación, se transformó en un recuerdo precioso, una pieza más del puzzle de este nuevo capítulo.


El verano se despidió lentamente para dar paso al otoño, y con él, mis días en la preparatoria Tamalpais comenzaron a adquirir un ritmo propio. Las hojas de los árboles pintaban el campus con colores cálidos, y sentía que cada clase, cada conversación, era una nueva oportunidad para descubrir algo desconocido. Todo en ese lugar parecía enorme, desde los pasillos hasta la biblioteca, que se sentía infinita, como si guardara secretos de amoríos antiguos entre sus estanterías.

En los primeros días me sentía abrumada. Había tantas caras nuevas, tantas voces que aún no podía reconocer, pero poco a poco, comencé a encontrar mi lugar. Recuerdo cómo las amistades empezaron a surgir casi sin darme cuenta. Fue emocionante, aunque algo intimidante, el simple hecho de imaginar las historias detrás de cada una de esas personas que ahora compartían el mismo espacio que yo.

Por aquel entonces, la tecnología, con su fría sombra divergente pero paradójicamente llena de empatía, comenzaba a asomar, aunque aún no avanzaba a pasos agigantados como en la actualidad. Existía un cierto control por parte de los sistemas de adoctrinamiento sobre estas nuevas formas de expresión y adquisición de conocimiento a través de la inteligencia artificial. Los gobiernos aún no tenían claro si podían emplear este medio para controlar a los ciudadanos, pues no habían logrado apropiarse del dominio de una maquinaria que, de manera sutil, imitaba los pensamientos de los más grandes pensadores y eruditos de nuestra historia. Con el tiempo, los avances científicos en la materia modificaron esta inteligencia, despersonalizándola y redirigiéndola para alterar no solo el pensamiento de las nuevas generaciones, sino también los rostros, ese reflejo esencial del alma humana.

En aquella época, los rostros transmitían las costumbres y pensamientos de las personas en tiempo real, permitiendo vislumbrar quiénes eran con tan solo observarlos. Pero entre todos esos rostros, el de Harry seguía siendo mi refugio. Con él me sentía segura, como si nada pudiera salir mal mientras estuviéramos juntos. No necesitábamos palabras para comprendernos, lo que hacía que cada día compartido se sintiera único. Él siempre tenía una broma lista para hacerme reír, y sus palabras, cálidas y tranquilizadoras, lograban calmarme cuando el mundo se volvía demasiado grande.

Ese año, además de Harry, también conocí a Claire. Su risa era contagiosa, y su creatividad parecía no tener fin. Con Claire, descubrí un lado más artístico de mí misma que nunca había explorado. Pasábamos horas hablando de proyectos escolares y sueños locos. Por otro lado, Lucas, un chico tímido, pero de gran ingenio, apareció en mi vida casi por casualidad, durante una clase de biología. Su manera de ver el mundo era única, y él logró mostrarme cómo encontrar poesía incluso en la ciencia. Con ellos, sentí que empezaba a construir algo especial: una red de amistades que me ayudaban a crecer.

Harry, sin embargo, seguía ocupando un lugar único en mi vida. Todo entre nosotros parecía fluir con naturalidad, como si nuestras historias estuvieran destinadas a entrelazarse. Después de aquel beso bajo la llovizna, las cosas no volvieron a ser iguales. Había algo diferente en cómo me miraba, algo que hacía que mi corazón se acelerara cada vez que nuestras miradas se cruzaban.

Recuerdo una tarde particularmente especial. Después de clases, decidimos explorar el parque cercano al campus. La lluvia reciente había dejado un aire fresco, y las hojas caídas crujían bajo nuestros pies. Caminamos en silencio durante un rato, pero no era un silencio incómodo; al contrario, era como si las palabras no fueran necesarias. En ese momento, mientras él señalaba las pequeñas gotas de agua que brillaban en las hojas, me di cuenta de cuánto significaba para mí. Harry lograba hacer que hasta lo más simple se sintiera extraordinario.

Ese año, más allá de los desafíos de la preparatoria, fue un periodo de descubrimientos. Cada amistad, cada conversación y cada pequeña experiencia me enseñaron algo nuevo. Y en el centro de todo, estaba Harry, siendo mi constante en un mundo que no dejaba de cambiar.


El primer amor tiene una forma peculiar de hacerte actuar de maneras que después, con el paso del tiempo, no puedes evitar mirar con una mezcla de sorpresa y vergüenza. Harry y yo hacíamos cosas que hoy sé que no repetiría jamás, cosas que solo una niña enamorada consideraría absolutamente razonables. Por ejemplo, pasábamos horas escribiendo notas en pedazos de papel que luego doblábamos con cuidado y escondíamos en nuestros libros, como si fueran secretos dignos de una misión de espionaje. Esas notas estaban llenas de frases tontas y dibujos ridículos, que seguramente habrían provocado carcajadas de cualquiera que se atreviera a leerlas. Pero para nosotros, eran tesoros.

Recuerdo una vez en particular. Durante una clase de matemáticas, me arriesgué a escribirle un poema en la última hoja de mi cuaderno. Cada palabra parecía arder en mi pecho mientras la escribía, temiendo que alguien lo descubriera. Al final del día, se lo entregué, pensando que aquello era lo más romántico que alguien podía hacer. Él leyó el poema con una sonrisa traviesa y me dijo que "podría ganarme un premio por la cantidad de metáforas absurdas." En ese momento me sentí mortificada, pero también reí con él. Ahora, cuando pienso en esa anécdota, no puedo evitar reírme de mi propia audacia y del poder que el primer amor tiene sobre nosotros.

Sin embargo, mientras yo estaba completamente sumergida en mi historia con Harry, el país comenzaba a cambiar de formas que no se podían ignorar. Dentro de las aulas, los profesores insistían en hablar sobre los acontecimientos políticos y sociales que estaban transformando el panorama americano. Recuerdo las largas discusiones sobre las nuevas políticas, las protestas que sacudían las calles, y los debates sobre el futuro de la nación. Era como si una marea de cambios estuviera arrasando con todo, marcando un antes y un después en la vida de los americanos.

A pesar de la intensidad con la que los maestros intentaban involucrarnos en aquellos temas, para mí, todo aquello no eran más que palabras y palabras. Mi mundo giraba alrededor de Harry, de nuestras conversaciones infinitas, de nuestras caminatas bajo la lluvia, y de los pequeños gestos que hacían que cada día se sintiera especial. Estaba enamorada, y en ese estado, todo lo demás parecía desvanecerse, como si no tuviera importancia frente al brillo de lo que estaba viviendo.

Era consciente de que algo estaba cambiando a mi alrededor, pero esa conciencia no lograba romper la burbuja en la que me encontraba. Porque cuando el primer amor llega, cuando lo sientes con toda la intensidad de un corazón que apenas comienza a descubrirse, el mundo entero parece detenerse para darle paso a ese sentimiento. Y ese sentimiento, esa conexión única con Harry, era lo único que realmente importaba en mi vida en ese momento… Si está pequeña introducción a la novela te ha gustado no dudes en solicitar un ejemplar.

Capítulos

  1. Mi primer beso
  2. Enamorada
  3. El verano inolvidable
  4. Descubriendo las señales
  5. Entre páginas y estrellas
  6. La música imperfecta
  7. El peso de la ausencia
  8. La promesa del regreso
  9. El poder de los detalles
  10. Un viaje al pasado

"Esas cosas que no decimos" fue publicada el 1 de Mayo del 2025 por la editorial Vibras y está disponible en una variedad de formatos para satisfacer las preferencias de todos los lectores, incluyendo E-book, audio de 214 paginas, La novela ha trascendido fronteras, con traducciones a 25 idiomas, lo que refleja su alcance global y permite a una audiencia internacional experimentar este viaje a través del terror psicológico, todo bajo la pluma del talentoso autor Marcos Orowitz y la remasterización de Martina Olivera.