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El pozo de los deseos

Querido lector, permíteme presentarte una obra maestra de la literatura contemporánea, remasterizada para el mundo moderno: “El pozo de los deseos”. Originalmente concebida en el año 2010 por el talentoso autor Marcos Orowitz, esta novela de terror psicológico ha sido cuidadosamente reeditada en 2024. Manteniendo intacta su esencia perturbadora, esta nueva edición nos sumerge en un abismo de misterio y horror, evocando el estilo inconfundible de las películas de los años ochenta. Si eres un fanático del cine ochentero, prepárate para una experiencia literaria que te hará revivir esa época dorada del terror.

Capitulo numero 1: Bienvenido a casa maricón

Traducción: English to Spanish CRISLA2025

Cortesía: Arianna Euphoria editorial

Paginas: Total 259

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Prologo

Si pudiera volver atrás en el tiempo, elegiría ese instante preciso: la puerta del hotel abriéndose ante mí, el aire nocturno cargado de un silencio pesado. Un paso, solo uno, marcó el inicio de mi arrepentimiento. Creí que ganaría tiempo, pero aquella maldita noche me enseñó lo contrario. Porque el tiempo... el tiempo ya no me pertenecería jamás.

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Conducía por la vía estatal cuando, de repente, uno de los neumáticos del vehículo explotó de manera violenta. Vaya susto me llevé. El estruendo y el sobresalto hicieron que perdiera la concentración. Entonces, el auto, como si estuviera controlado por una fuerza sobrenatural, perdió el rumbo y se metió de lleno en un pequeño campo de maizales, justo al costado de la carretera.

Los frenos no respondieron en ningún momento. ¡Temí lo peor! Pero gracias a la frondosidad de la maleza, la velocidad disminuyó. Cuando finalmente logramos detenernos, fue a solo cinco metros de una casa vieja de madera, pintada de color amarillo. No sé por qué, ese color me dio mala vibra. Bueno, no era el color en sí, ni siquiera la fachada campechana del inmueble, que a decir verdad se veía en total desuso y en pésimo estado. Todo en general —la hierba, el maíz seco y sin vida, el entorno sombrío y desprolijo— contribuían a esa atmósfera tétrica, como sacada de una película de Hollywood, en su versión más oscura.

—En mi mente pensaba: si mi esposa estuviera aquí, no se atrevería a salir del vehículo. —Reflexioné—. Entonces, comprendí que ese miedo no era del todo irracional. De manera más sutil de lo habitual, decidí quedarme dentro del auto algunos minutos. Estaba muy claro: en estos lares, la gente puede ser de carácter complicado y de armas tomar.

—No iba a cometer el error de bajar y que, mágicamente, apareciera un maldito Hick con una escopeta de doble cañón apuntándome a la cabeza. —Pensé—. ¡Nunca!

Y, considerando que nada sucedía y que tampoco tenía señal en mi celular para llamar a emergencias, seguí sentado, observando los alrededores. Que, por cierto, se veían extremadamente oscuros y tétricos. Nadie salió por esa puerta semi derruida, desprolija, hecha con maderas rústicas y grandes clavos atravesándola de lado a lado. Decidí bajar, pero siempre en paz, siempre alerta, con las manos visibles, en alto. Claro, sé que suena gracioso, pero ¿entienden lo que pasa con la gente de estos lugares, verdad?

—¿Alguna vez han escuchado la historia de Billy Rock? —pregunté, para poner un ejemplo—. El jugador de béisbol que desvió su camino por estos lugares una noche, queriendo tener un poco de amor con una prostituta de un pueblo cercano. Justo cuando estaban por comenzar… alguien se acercó al vehículo y, sin mediar palabra, un estruendo de fuego atravesó la ventana del coche. Le voló la cabeza, dejando ojos y dientes por todos lados.

Más tarde, las pericias forenses determinaron que el arma utilizada fue una escopeta de doble cañón, comúnmente empleada en la zona para cazar osos. La prostituta, que quedó ilesa, presenció aquel macabro espectáculo. Abrió la puerta del vehículo y volvió a la carretera, haciendo señales de ayuda, pensando que pronto olvidaría aquel horror. Pero no advirtió que, al ser recogida por un camionero que venía desde Massachusetts, su estado de shock y el aspecto de su chaqueta—manchada de sangre fresca—seriamente alarmarían al conductor.

El camionero hizo una parada en la primera estación de gasolina que encontró y descendió del camión, dejando a la mujer dentro, con las puertas aseguradas para evitar que escapara. En la estación, pidió un teléfono y llamó al 911. Milagrosamente, en poco tiempo, lograron contactarse con la patrulla nocturna del condado. Los oficiales llegaron en unos 15 minutos y, al ver a la mujer toda manchada de sangre, supieron rápidamente que había ocurrido algo muy grave. La llevaron a la estación para que declarara.

Cuando lograron que ella relatara los hechos, dijo claramente:

—Estaba inclinada, mamando la polla del joven deportista, cuando escuché una explosión que me dejó sorda. Sentí un fuerte zumbido en los oídos y después perdí el conocimiento.

Al llegar al lugar de los hechos, los oficiales encontraron el vehículo intacto, solo el vidrio de la puerta izquierda había sido destruido. Como ella relataba, no había rastro del cuerpo del joven beisbolista, jamás apareció.

Y ahora, tras escuchar esta breve historia basada en hechos reales, ¿comprenden por qué no es buena idea aventurarse por estos lugares como si estuviéramos en la ciudad?

—¡Como sea! —exclamé—. Nadie con un mínimo de sentido común bajaría de su vehículo, llegaría hasta esa casa y golpearía a su puerta, esperando que un alma caritativa y comprensiva le abriera con empatía. Claro que no.

—Lo más probable —continué—, es que uno de estos fenómenos con olor a orines te sorprenda por detrás. Y cuando te des cuenta de eso, tendrás el cañón de un arma en medio de tus narices, listo para volarte la tapa de los sesos y después despedazar tu cuerpo para darle de comer a los cerdos.

—Al descender, percibí y escuché un movimiento brusco en la maleza, justo detrás de mí.

Y cuando giré para no ser sorprendido, vi la figura de un anciano decrepito, con apariencia de mendigo. Se mantenía erguido, con la mirada fija y expectante, observando mis movimientos. Cargaba en sus manos una pala.

—¡Qué viejo de mierda! —pensé—. Casi me mata de un susto.

Entonces, rápidamente, le espeté:

—¡Hola! ¡Buenas noches! El auto se averió y salió disparado desde la carretera. Cruzó el campo de maíz, hizo una parada justo aquí. No solo el neumático explotó, sino que el freno dejó de funcionar. No pude estabilizarlo y —me riñó— ¡aquí estoy, jejeje!

El viejo, inmutable, no esbozó ni un mal gesto. Solo seguía mirando, con los labios apretados en furia, frunciendo el ceño.

—Debe ser por toda esa gran cantidad de maíz —pensé—. Que, seguramente, destruí sin querer. ¡Eso era su problema! Tenía la maldita chequera en el bolsillo, pensaba pagarle todo con una sonrisa forzada por el mal trago.

Ligeramente, los párpados del anciano comenzaron a titilar, como si fuera a convulsionar. Entonces, rompió el silencio con un sonido carrasposo, propio de fumadores.

—Qué asco —pensé—. Viejo patético, sucio.

En mi mente, pensé:

—Si mi esposa estuviera aquí, no se atrevería a salir del vehículo, y mucho menos a entablar conversación con este maldito Hick.

Mientras tanto, el anciano seguía mirándome, como un perro que espera su trozo de carne, con la mano aún aferrada a la pala, como si fuera una extensión de su propio ser.

Por un momento, el ambiente se volvió insoportable. El aire pesado, impregnado de un aroma terroso y a descomposición, me hacía cuestionar si había sido buena idea salir del vehículo.

Decidí intentar romper aquel incómodo silencio.

—Mire, hombre. Entiendo que he causado un problema. Estoy dispuesto a compensarle por lo que destruí. Solo necesito un teléfono para llamar a una grúa.

Pero mis palabras cayeron en un pozo sin fondo; el viejo ni siquiera intentó responder.

El ruido entre los maizales fue reemplazado por un inquietante silencio. Miré en torno, buscando alguna señal de vida, algún rayo de esperanza que me hiciera sentir menos vulnerable. Pero solo encontré la oscuridad inquebrantable del campo y la chabola vieja, con un aire casi amenazante.

Pronto, la fijación del anciano en mí se tornó opresiva.

—A veces, los hombres que rompen el maíz no entienden lo que han hecho —murmuró finalmente, con una voz rasposa, como si cada palabra le costara un esfuerzo enorme—. Este terreno ha sido cuidado durante generaciones. No es solo maíz... es un legado.

Su expresión se oscureció, y un escalofrío recorrió mi espalda.

—Voy a arreglar esto —dije—, no se preocupe. Negociaremos un precio.

Pero el anciano no parecía dispuesto a cambiar su actitud, como si sus palabras no tuvieran peso en su mundo.

De repente, dio un paso hacia mí. Su figura se acercó lentamente, como un zombi atrapado entre la vida y la muerte.

—Algunos legados se pagan con más que con billetes —dijo—.

Su mirada atravesó la mía con la intensidad de mil dagas.

De repente, la sensación de peligro se volvió inminente.

—¡Maldita sea! —exclamé—. El sudor frío empezó a brotar en mi frente.

Sin pensar, retrocedí un paso, en un intento desesperado por mantener la distancia.

Si alguna vez creí que salir corriendo sería una opción, ahora lo sabía con certeza.

Necesitaba salir de allí.

—¡Escuche! —dije con firmeza—. Respeto lo que dice, pero no tengo ninguna intención de quedarme aquí. Me marcharé, y prometo que no volveré a poner un pie en este lugar.

El anciano se llevó una mano a la barbilla, pensativo.

—A veces, lo que se rompe puede arreglarse. Pero otras veces, lo que siembras, debes cosecharlo —susurró con gravedad.

Cada palabra fue como un golpe en el pecho, y mi corazón palpitaba con fuerza.

Volví a mirar el camino, esperando que el motor del vehículo respondiera, que aquello que parecía poco menos que un castigo divino me permitiera largarme de esa maldita tierra para siempre.

En ese instante, una ráfaga de viento atravesó el campo, trayendo consigo un susurro que me erizó la piel. Recordé la historia de Billy Rock y ese inquietante toque de fatalidad que siempre rodeaba los relatos de estas tierras. La noche parecía devorar la misma noche, y la tensión en el ambiente crecía con cada segundo.

Decidí que no podía quedarme más tiempo. Retrocedí un paso, pero tanto el viejo como el entorno parecían moverse en cámara lenta.

En mi mente, repetía una y otra vez:

“Sin confrontaciones”.

Pero el destino, como siempre, jugaba sus cartas con maestría, y la salida parecía cada vez más lejana.

—¡Ya basta! —exclamé de repente, reuniendo valor—. No quiero problemas. Solo quiero salir de aquí.

Esa acción pareció encender una chispa en la mirada del anciano. Por un instante, creí verlo mostrar un destello de interés, o quizás una burla oculta.

Con ese pequeño acto de valentía, respiré profundo y me puse en marcha, decidido a regresar al coche antes de que ese hombre, o cualquier otra amenaza de aquel lugar, pudiera atraparme.

No quería parecer un cobarde, pero la sensatez debía primar sobre cualquier impostura. Ya había tenido suficiente de historias de terror; no necesitaba agregar mi propio capítulo a esa macabra narrativa. Pero el viejo, seguro, no iba a dejar que me fuera sin antes mostrarme cómo arreglan sus diferencias los hillbillys por esas tierras.

Antes de poder idear una estrategia de escape, sentí un golpe seco, duro y fuerte en la cabeza. Como si un rayo me hubiera atravesado. El malnacido había lanzado la pala, cual cazador que arroja su red para atrapar a su presa.

No perdí la razón, pero aquella acción malvada y traicionera me dejó sin palabras, fuera de toda razón. Intenté levantarme, con el mundo girando a mi alrededor, pero el anciano ya estaba de pie frente a mí, con esa mirada perturbadora y senil fija en mis ojos, como si pudiera leer mi alma.

Su nariz se inflaba al respirar con agitación, un claro signo de que esto aún no había terminado.

—¿Pero qué hace? —grité— ¡Viejo de mierda! ¿Está usted loco? ¿Cómo demonios va a lanzar esa pala sobre mí?

Pero antes de que pudiera terminar, él colocó su pie derecho sobre mi pecho, presionando con fuerza suficiente para devolverme en la realidad, helado por la frialdad de la amenaza.

—¡No te muevas, maldita alimaña! —dijo entre dientes—.

Los músculos de su cara se tensaron como si cada palabra le costara una batalla interna.

—No te muevás, o vas a morir —amenazó con aquella voz cargada de una amenaza palpable, mantener su pie sobre mí recordaba cuán frágil era mi vida en ese instante.

La pala, olvidada en el suelo entre nosotros, ahora se convirtió en un símbolo del peligro inminente que me enfrentaba.

Mi mente funcionaba a toda velocidad. Cada latido resonaba en mis oídos, y mi instinto de supervivencia gritaba que debía encontrar una salida.

Pero la mirada del anciano, fija y dañina me mantenía paralizado.

La rabia brotaba en mí, mezclada con un profundo miedo, una combinación venenosa: el deseo de luchar y la necesidad de escapar.

Miré su pie, preguntándome si podría librarme de esa presión si lograra empujarme de lado.

Pero con aquel anciano sobre mí, los recuerdos de la aterradora historia de Billy Rock regresaron, como un sonido ensordecedor.

—No puedo permitirme ser otro capítulo en esta macabra historia, —pensé, rápidamente e intente mediar con el viejo de manera tranquila.

—Escuche —dije con voz algo más firme—. No quiero problemas. Lo que hice fue un accidente. Puedo pagarle, ¡puedo ayudarle en el campo! No tengo intención de quedarme aquí ni de lastimarte.

Mis palabras parecían flotando en la nada, pero era mi último intento de apelar a su humanidad, a cualquier rastro de razón en esa mirada salvaje.

Él no se movió. Su presencia seguía siendo aplastante. La atmósfera se volvió irrespirable, y sentí el sudor desprendiéndose de mi frente. Cada segundo parecía que podía marcar un final oscuro.

El viejo, como evaluando nuestros intercambios, permaneció en silencio durante un interminable momento. Su expresión era un cruce de desdén y burla.

Finalmente, bajó un poco la voz, como si decidiera compartir un secreto entre nosotros.

—No eres el primero que entra aquí buscando una salida —dijo, con tono más grave y vibrante, lleno de una mezcla de sabiduría y desdén—. Pero no todos tienen la suerte de irse. Este lugar enseña a los imprudentes lo que significa divisar lo que no se ve.

Antes de que pudiera comprender completamente el significado de sus palabras, dio un paso atrás, alejando su pie de mi pecho, pero manteniendo la pala a su lado, lista para usarse en cualquier momento.

—Ven —ordenó señalando la chabola que se encontraba detrás de él—. Haremos esto a mi manera.

Y en ese instante supe que había caído en un juego que no elegí, gobernado por un anciano que vivía bajo la influencia de sus macabras tradiciones campesinas. La lucha por mi vida, lejos de haber terminado, apenas comenzaba. La tensión se mezclaba con una mezcla ardiente de terror y adrenalina, mientras lo seguía, consciente de que cada paso podía ser el último.

—Ahora, maldito maricón —me ordenó con voz dura y autoritaria—. Quiero que te levantes de ahí. Deja de comportarte como una niña.

Sus palabras cortaron el aire como un cuchillo afilado, y en ese momento comprendí que el animal que llevaba dentro hablaba en serio. La amenaza en su tono era clara, y la presión en mi pecho se intensificó aún más.

De repente, sacó de su cintura una pistola de gran calibre, oxidada y vieja, tan antigua como el mal que habitaba en su corazón. Esa arma no era solo un símbolo de peligro inmediato; era un recordatorio de que la vida y la muerte podían depender de un simple capricho de aquel maldito bastardo.

—Esto no es un juego, maldito maricón —continuó con tono gutural—. Haremos exactamente lo que yo diga, y tú aprenderás lo que significa meterse en asuntos ajenos.

La contemplé con una mezcla de asombro y terror. Todas esas viejas historias de venganza y violencia que había escuchado en estos parajes empezaban a cobrar vida en mi mente.

Intenté buscar alguna salida en torno, pero sabía que, en ese instante, él tenía todo bajo control.

—¿Qué quieres de mí, viejo patético? —balbuceé, con la voz temblando—. Solo intentaba arreglar las cosas. No tengo nada en contra de ti.

Mi mente buscaba desesperadamente una forma de calmarlo, pero cada palabra parecía hundirse en la masa de locura que lo rodeaba.

Con una sonrisa sanguinaria y retorcida de satisfacción, intentaba amedrentarme, insuflando terror, saboreando esa sensación en sus labios secos, masticando pequeñas bocanadas del miedo que se desprendía de mí.

—Eres un buen hablador, pero hoy vas a aprender que hablar no arregla nada —dijo, moviendo la pistola de un lado a otro y dejándome claro que no tenía miedo de usarla.

El terror se apoderó por completo de mí. Mi mente buscaba formas desesperadas de escapar, de razonar con él, pero la lógica se desvanecía ante esa presencia.

—Mira, no tengo nada en contra de ti, de verdad. Solo fue un accidente. Podemos resolverlo, podemos hablar como hombres —supliqué.

—Bah, no necesito tus pendejadas vacías —respondió con desprecio—. Lo que tú necesitas es aprender quién manda aquí.

Su mirada tenía un fuego extraño, lleno de maldad.

—Vamos, maldito cerdo —gruñó el viejo, acercándose aún más, con la pistola todavía en mano—. ¿De verdad quieres que te enseñe quién manda aquí?

Sus ojos brillaban con una locura depravada, como si estuviera disfrutando cada segundo de la tensión. La rabia, el odio y la desesperación parecían mezclarse en su rostro, formando una máscara de animal salvaje.

Yo di un paso atrás, intentando buscar una excusa, un movimiento que me permitiera lanzar un golpe o coger la pistola y darle en la cabeza, pero el miedo me paralizaba.

—No necesito aprender nada —le respondí, con la voz temblando—. Solo quiero irme, ¿entiendes? Solo quiero irme de aquí y olvidar que exististe, viejo hijo de puta.

Eso fue la chispa que encendió la mecha.

De repente, el anciano, con una furia que parecía descontrolada, arrojó la pistola al suelo y se lanzó hacia mí con una fuerza inhumana.

—¡Eres un cabrón! ¡Crees que puedes venir aquí y hacerme daño! —gritó mientras me agarraba por los hombros, con sus uñas arañando y su aliento apestando a tabaco y carne podrida.

—¡Por el diablo! —lo solté en una frenética defensa, tratando de empujarle y alejarme, pero la vehemencia del viejo era aterradora.

Sus manos se aferraron a mi camiseta, y por un momento, pensé que íbamos a rodar al suelo, a golpearnos hasta que uno de los dos saliera muerto o sin sentido.

El viejo, con una fuerza que parecía sacada de sus años de supervivencia en el campo, me levantó y me estrelló contra la pared de la chabola.

—¡Nadie me viene a desafiar en mi territorio! —bramó, intentando agarrarme por el cuello—. ¡Y menos un puto hombrecito como tú!

En ese momento, la locura lo absorbió por completo. La rabia en sus ojos se convirtió en una riña brutal, con golpes descontrolados, patadas y mordiscos de viejo furioso.

Intenté protegerme, pero sus golpes eran rápidos y feroces. Tenía miedo de que termináramos en un festín macabro, en el suelo, igual que animales peleando por un cadáver.

—¡Hijo de puta! —grité, en un último intento de recuperar algo de control—. ¡Deja de joder, viejo asqueroso!

Mi mano se inclinó sin querer, y en medio del caos, logré sujetar una piedra que había en el suelo, justo cuando él intentaba darme una patada en las costillas.

Con toda la fuerza que me quedaba, levanté la piedra y se la clavé en la cabeza, justo en medio de su frente.

—¡Cabrón! —gritó con un chillido, soltando un grito de dolor y sorpresa.

El viejo se tambaleó, con la sangre corriendo por su rostro, mientras yo retrocedía, jadeando, con el corazón a punto de estallar.

Por un momento, el silencio se apoderó del lugar, solo roto por su respiración entrecortada y el olor a sangre y sudor.

El anciano, con una expresión de indignación y desconcierto, empezó a recular lentamente, con sus manos temblorosas, mirando la herida que había provocado.

—Eres un hijo de puta… —susurró, con la voz entrecortada—. Pero te advertí… esto no había terminado.

Y en ese instante, su mirada se volvió aún más loca, llena de una furia que parecía no tener fin. Se lanzó otra vez hacia mí, a pesar de la sangre, la herida y la derrota evidente.

Su furia, ahora completamente descontrolada, prometía sólo una cosa: esto sería una pelea hasta que uno de los dos cayera, muerto o totalmente destruido...

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Capítulos

  1. Bienvenido a casa maricón 👈
  2. Deseos Oscuros
  3. La Llamada del Abismo
  4. El Guardián del pozo
  5. Sombra en la Oscuridad
  6. Promesas Rotas
  7. La Noche de los Lamentos
  8. Reflejos de Miedo
  9. El Último Deseo
  10. El Precio de la Ambición

El pozo de los deseos” fue publicada en una nueva versión remasterizada el 2 de Mayo del 2024 y está disponible en una variedad de formatos para satisfacer las preferencias de todos los lectores, incluyendo E-book, audio de 259 páginas. La novela ha trascendido fronteras, con traducciones a 25 idiomas, lo que refleja su alcance global y permite a una audiencia internacional experimentar este viaje a través del terror psicológico, todo bajo la pluma del talentoso autor Marcos Orowitz.