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Dilo por su nombre

Say it by name ebook

Es una novela de drama que se adentra en la sociedad contemporánea para explorar las vidas de personas y familias marginadas, excluidas del sistema. Estos individuos, a menudo llamados "pobres o Vagabundos”, no son considerados ciudadanos y carecen de derechos. A pesar de su invisibilidad oficial, ocupan un espacio en este mundo frío y superficial. No poseen nada, carecen de sueños y aspiraciones, y su terrorífico nombre se convierte en una maldición que los persigue. La historia revela sus luchas, sus relaciones y la búsqueda de humanidad en un mundo que los ha olvidado.


Compartido por: Kaleboman

Capitulo 1: Sobreviviendo

Pagina 4 y siguientes

Prologo

“Según estimaciones de organizaciones humanitarias, cada cuatro segundos se pierde una vida debido al hambre. Esta alarmante estadística refleja una profunda crisis en el tejido de nuestra sociedad. A pesar de los avances tecnológicos que amplían nuestras capacidades, es esencial reconocer que no pueden sustituir la empatía, la compasión y la conexión humana. Estos sentimientos son el núcleo de nuestra existencia y sobre ellos se sostiene el valor de la vida.”

Del autor sobre el libro: Durante siglos, el ser humano ha cultivado un hábito de rivalidad contra su prójimo. Esta conducta se origina en la lucha por la supervivencia, un legado que nuestros padres fundadores y forjadores de la humanidad establecieron en nuestra sociedad como pilar de crecimiento: “la ley del más apto”. Nuestro planeta ha vivido bajo este flagelo y condicionante de espíritus durante casi toda su existencia. Creemos fervientemente que nuestra meta es el éxito inmediato, el fruto de nuestro esfuerzo a cualquier precio, y olvidamos lo esencial de esta vida. Lo esencial no está escrito en ningún libro exhibido en los anaqueles de la industria del adoctrinamiento humano; ¡está en nuestros corazones! Esa pequeña parte es la que necesitamos descubrir, no solo para evolucionar nuestra conciencia, sino también para comprender el verdadero significado de la palabra amor.


¡La India, señoras y señores, es una verdadera porquería! Eso fue lo que un niño me dijo hace exactamente un año atrás, cuando inesperadamente tomó mi bolso y, corriendo, se escabulló entre la multitud, creyendo que no lo alcanzaría. ¡Obviamente, se confundió de persona! —dije riendo.

Antes de que pudiera descender la gran escalinata, lo alcancé, lo tomé por el brazo y recuperé mi bolso. El pequeño niño se cubrió el rostro, esperando, quizás, que lo golpeara.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Pues, deme unas bofetadas y luego volveré a mi casa —respondió con voz temblorosa.

—¿De qué hablas, niño? ¡No voy a levantar mi mano contra ti, eres solo un niño!

El pequeño, entre sollozos, murmuró: —Este país es una verdadera porquería.

Pero ¿qué estoy diciendo? Permítanme empezar desde el principio y de forma ordenada, sin faltar el respeto a esta cultura y a este país. Quiero hacerlo de manera educada. A ver, veamos... Nueva Delhi es una ciudad que respira caos y contradicciones. Se muestra imponente, como un monumento a la indiferencia. Aquí, donde los dioses se multiplican en cada esquina y las almas se pierden entre la basura y la desesperanza, la vida parece tener un precio irrisorio.

Las calles polvorientas y apestosas son testigos mudos de una miseria que se ha convertido en rutina, un pan amargo que alimenta a los invisibles.

Los mismos invisibles que en un rincón oscuro de esta metrópoli, se movía como sombras entre la multitud de turistas desprevenidos. Asha, una niña de 9 años con ojos grandes y oscuros que brillaban con una astucia inquietante lideraba a su pequeña banda. La calle les había enseñado a sobrevivir, transformándolos en expertos del arte del robo; eran fantasmas que se deslizaban y desaparecían en la niebla de la indiferencia.

A su lado estaba Ravi, su hermano menor, apenas un niño de 6 años cuyo cuerpo frágil y desnutrido se movía con la agilidad de un gato callejero. “¡Vamos, Ravi! Es tu turno,” le decía Asha, su voz cargada de una mezcla de ternura y urgencia. A pesar de su corta edad, Ravi se había convertido en un maestro del hurto, un pequeño espectro que se desvanecía entre la multitud.

“¡Mira, Asha! ¡Puedo correr más rápido que el viento!” exclamó Ravi, con una sonrisa que desafiaba la dureza de su realidad. Para él, el robo no era solo una necesidad; era un juego, una promesa de alimento y un destello de esperanza en un mundo que parecía haberlos olvidado.

El grupo incluía también a Sima, una niña de ocho años que había aprendido a imitar los gestos de los adultos con una precisión inquietante. “Recuerda, siempre sonríe,” les decía, mientras sus labios formaban una mueca que oscilaba entre la diversión y el miedo. “Con una sonrisa, nadie sospecha.”

Luego estaba Kiran, un niño de 10 años que nació mudo, aprendió a sobrevivir en las calles, enfrentando las montañas de basura durante el día. Por las noches, buscaba refugio en los techos de zinc de las humildes viviendas que se alzaban en los barrios más desfavorecidos de la ciudad. Allí, oculto y protegido, lograba mantenerse lejos de las garras de la mafia y los proxenetas, quienes a menudo capturaban a niños vulnerables para someterlos a encargos inhumanos, como explotación sexual o tráfico de órganos.

Esa mañana, todo parecía ir según lo planeado. Asha se movió con la precisión de un reloj entre los turistas, fijando su mirada en un hombre que llevaba una mochila de colores brillantes. Lo que alguna vez fue un juego inocente ahora era una cuestión de supervivencia. Robar no solo les daba dinero; les ofrecía la ilusión de control, un pequeño respiro en medio de la desesperación.

“Voy por el bolso,” susurró Asha a Ravi, quien asintió con nerviosismo. Mientras se acercaba al hombre, su corazón latía con fuerza, cada latido un recordatorio de la fragilidad de su existencia. Con un movimiento rápido y calculado, Asha desenfadó la mochila del hombre, un gesto perfeccionado por la práctica y la necesidad.

El éxito de su misión se transformó en horror cuando el hombre notó el robo y comenzó a gritar. “¡Atrapa a esa niña!” bramó, señalando a Asha con furia. El caos estalló como una tormenta; Asha corrió con todas sus fuerzas, gritando a Ravi: “¡Corre!” A su lado, Sima y los demás niños se unieron, esquivando obstáculos y desapareciendo entre las sombras de una ciudad que se negaba a verlos.

Desde lejos, Asha se giró un instante, buscando a su hermano.

“¡Vamos, pequeño! ¡No te detengas!” Su voz, cargada de urgencia, atravesó el caos como un rayo. El pánico en sus ojos hablaba más que cualquier palabra. Juntos, los niños se deslizaron entre los turistas y las tiendas, desapareciendo en un laberinto de callejones que solo ellos conocían.

Cuando finalmente se detuvieron, jadeantes y con el corazón latiendo como tambores, se reunieron detrás de un edificio en ruinas. Asha dejó caer la mochila al suelo con un suspiro de alivio. “¡Miren! Hoy tenemos comida,” anunció, su sonrisa iluminando el momento. Por un instante, el miedo que los había perseguido se desvaneció, reemplazado por una chispa de triunfo.

Ravi, con los ojos llenos de admiración, miró a su hermana. “¿Cómo lo haces, Asha? ¿Y esta vez no nos atraparon?” preguntó, su voz cargada de ingenuidad.

“No esta vez,” respondió ella, mientras abría la mochila con manos temblorosas. Dentro, entre las pocas provisiones robadas, había galletas, frutas y, para su sorpresa, un par de billetes arrugados. “Hoy somos los reyes de la calle,” declaró, con una mezcla de orgullo y melancolía.

En su escondite, un terreno baldío detrás del edificio, los niños se sentaron en círculo, la mochila como un trofeo en el centro. “Vamos a ver qué tenemos,” dijo Asha, sacando el contenido. Sima, siempre práctica, comenzó a repartir las galletas y frutas. “Con esto, al menos podremos comer hoy,” comentó, mientras su rostro mostraba una sonrisa que intentaba ocultar el peso de su realidad.

“Recuerden,” advirtió Asha, “el dinero hay que guardarlo. No sabemos cuándo podremos volver a salir.” Distribuyó los billetes con cuidado, asegurándose de que cada uno recibiera su parte. “Diez rupias para cada uno. No es mucho, pero es algo.”

Mientras comían, el silencio se llenó de pensamientos oscuros. Asha no podía evitar recordar su hogar, un lugar donde la esperanza había sido reemplazada por gritos y golpes. Su madre, atrapada en un abismo de indiferencia, apenas notaba su presencia. Su padre, consumido por el alcohol, era una sombra de lo que alguna vez fue.

“Mañana también tengo que salir,” pensó Asha, sintiendo el peso de la responsabilidad. Sabía que no solo debía proteger a su hermano menor, sino también enfrentarse a la brutalidad de su hogar. Las noches eran un sonido hueco  de botellas rotas y promesas vacías, un recordatorio constante de su lucha por sobrevivir.

“¿Qué pasa si nos atrapan otra vez?” preguntó Ravi, su voz temblando con una mezcla de miedo e inocencia.

“No lo harán,” intervino Sima, con una convicción que desafiaba la realidad. “Mientras estemos juntos, podemos con todo.” Su optimismo era un faro en medio de la oscuridad que los rodeaba.

Cuando terminaron de comer, los niños se levantaron y se despidieron, cada uno tomando un camino incierto hacia sus hogares. Asha y Ravi caminaron juntos, tomados de la mano, como un pacto silencioso de protección mutua. Al llegar, la desolación de su casa los envolvió. Las paredes, marcadas por años de violencia, parecían susurrar historias de sufrimiento.

Asha se dirigió a la cocina, donde dejó el dinero sobre la mesa. “Mamá,” dijo en voz baja, “tenemos comida. ¿Quieres que cocinemos algo hoy?” Pero su madre, perdida en sus propios pensamientos, no respondió. Asha suspiró, sabiendo que, al menos por esa noche, habían ganado una pequeña batalla en una guerra interminable.

“Cualquiera que sea tu dinero, cómetelo tú,” respondió la mujer, sin levantar la vista.

El tono de indiferencia perforó el corazón de Asha como un puñal invisible. Sus ojos se humedecieron, pero ella apretó los labios, evitando que las lágrimas traicionaran su dolor. La indiferencia de su madre hacia sus hijos era un abismo en el que Asha sentía que se hundía día tras día. ¿Qué era la vida, si no la lucha constante por obtener amor y reconocimiento?

Esa noche, mientras Ravi se acurrucaba junto a ella en la cama, Asha contemplaba el techo, sus pensamientos girando en torno a la pregunta que la atormentaba: ¿cuántos niños como ellos sobrevivían en las sombras de una tormenta invisible? La realidad del machismo en su país era un peso asfixiante que cargaban desde pequeñas. Para las niñas, como Asha, las leyes eran como espejos rotos que reflejaban una esperanza inexistente. Sus voces eran sofocadas por los gritos de quienes las dominaban; sus vidas, reducidas a deberes, desprovistas de derechos.

“Todo estará bien,” murmuró Ravi, con la inocencia que aún se aferraba a él. Sus palabras intentaban consolarla, como si pudiese leer las dudas en su mente. “Mañana robaremos más y compraremos algo bueno para mamá.” Pero Asha, con la mirada fija en la penumbra, sabía que el mañana siempre parecía una promesa demasiado lejana.

Mientras cerraba los ojos, una pregunta desesperada se apoderó de su alma: ¿cómo podrían escapar del ciclo de pobreza y sufrimiento que los encadenaba? Pero Asha también entendía que, hasta que alguien los viera y escuchara, su lucha seguiría siendo un interminable laberinto de supervivencia.

Ravi, a pesar de su juventud, nunca había conocido la verdadera felicidad. Desde que podía recordar, su vida había sido una cadena de dolor e incertidumbre. Cada mañana, el primer sonido que llegaba a sus oídos era el rugido de los gritos de su padre, resonando como una advertencia de otro día igual de cruel. La luz que se filtraba por las grietas de las paredes de madera y cartón parecía rendirse antes de entrar, como si supiera que no era bienvenida.

Ravi, envuelto en la monotonía de la miseria, se arrastraba hacia la cocina cada mañana. Allí, siempre encontraba a su madre sentada en el suelo, perdida en el vacío. Algunas veces, sus ojos parecían buscar algo invisible en el aire, y otras, se posaban sobre él con una tristeza tan profunda que lo hacía retroceder, incapaz de comprender el peso de su sufrimiento.

En su corta vida, Ravi había aprendido que la indiferencia podía ser más cruel que el odio. Cuando su madre lo miraba, un destello de desdicha podía encenderse, y él sentía que su corazón palpitaba con un miedo inexplicable. Mientras tanto, Asha luchaba por mantener viva la chispa de esperanza que aún ardía dentro de ellos, incluso si era apenas visible.

“Es hora de salir,” murmuró Asha, sacando a Ravi de sus pensamientos.

Era el único momento del día en que algo parecido a la emoción invadía su rutina: el tiempo de salir a la calle. Con el estómago vacío y el cuerpo cansado, Ravi se calzaba los mismos zapatos desgastados que había encontrado en la calle. Aunque no eran de su talla, se habían convertido en su única protección contra el mundo exterior.

Las horas en la calle eran su escape, un respiro fugaz del peso de un hogar que parecía devorarlos. Su sonrisa durante el día era una máscara cuidadosamente construida, un intento de ocultar el dolor que llevaba dentro. Robar a turistas se había convertido en algo más que una necesidad; era una forma de liberar la frustración acumulada, de convencerse de que el dinero robado serviría para ayudar a su madre, aunque rara vez se traducía en un plato caliente.

Al regresar a casa, la atmósfera se volvía densa, casi asfixiante. La puerta chirriaba con un sonido ominoso, como si el propio hogar los rechazara. El silencio frío que los recibía era el preludio de lo que estaba por venir. “¿Dónde has estado?” La voz de su padre resonaba como un trueno, cargada de agresividad y reproche. Era un recordatorio constante de su insignificancia, de su falta de control sobre su propia vida.

"Fui a.. a ayudar a mi hermana," titubeaba Ravi, bajando la mirada mientras sus manos temblaban. Pero la respuesta nunca era suficiente. Su padre, con la mirada nublada por el alcohol, no toleraba excusas. La violencia, como una sombra acechante, siempre estaba lista para atacar.

Las palizas eran una rutina en la vida del pequeño. A veces, un golpe en la espalda; otras, un empujón que lo hacía caer al suelo. Las heridas físicas eran solo una parte del sufrimiento; su alma llevaba las cicatrices de cada grito, de cada golpe. La impotencia se había convertido en su compañera constante, un recordatorio cruel de su existencia en un mundo despiadado. Ravi había aprendido a usar el dolor como prueba de que aún era real, de que existía, aunque fuera en un universo que parecía negarlo.

Por las noches, después de soportar la ira de su padre, se acurrucaba junto a Asha en la colchoneta, temblando no solo por el frío, sino por el miedo a lo que podría suceder al amanecer. "¿Estás bien, Ravi?" le preguntaba Asha con suavidad, entrelazando sus dedos con los de él en un gesto de consuelo. Pero el niño no podía responder; las palabras se ahogaban en su garganta, atrapadas entre el temor y la desesperanza. En su mente, solo resonaba un eco: no hay salida.

Las noches eran un reflejo de la oscuridad que reinaba en su hogar.

La luz de la luna, tenue y evasiva, se filtraba a través de las grietas en las paredes, apenas iluminando el suelo cubierto de suciedad y desorden. Los sollozos silenciosos de su madre se mezclaban con los sonidos del exterior: el murmullo lejano de coches que pasaban, risas que resonaban en calles desconocidas, vidas que parecían tan ajenas a la suya que podrían pertenecer a otro mundo. Ravi observaba esas pequeñas trazas de alegría y deseaba unirse a ellas, aunque sabía que ese anhelo estaba fuera de su alcance.

Cuando cerraba los ojos, su mente escapaba hacia lugares donde el dolor no existía. En sus sueños, su familia se transformaba: su madre sonreía, sus manos preparaban una comida caliente que llenaba el aire de aroma y esperanza. Su padre nunca levantaba la mano, y todos juntos bailaban al ritmo de una melodía suave. Pero cada mañana, la realidad lo arrastraba de nuevo a la crudeza de su existencia.

Esa mañana no fue diferente. Los gritos de su padre comenzaron antes de que la primera luz del día pudiera bañarlo con algún consuelo. “¡Eres un inútil!” rugía su padre, cada palabra golpeándolo con más fuerza que los puños que seguían. El pequeño cuerpo de Ravi se encogía, intentando evadir no solo los golpes, sino también la toxicidad de las palabras.

“¿Por qué no puedes ser más como tu hermana? ¡Ella trae algo a casa y tú solo traes vergüenza!” Las comparaciones lo atravesaban como dagas, más hirientes que cualquier agresión física. Las lágrimas amenazaban con correr por su rostro, pero Ravi las reprimía; sabía que mostrarse débil solo encendería más la ira de su padre. El silencio se convertía en su refugio, un escudo frágil contra la tormenta.

El día avanzaba, arrastrándolo consigo. El desayuno era tan escaso como su esperanza: pan duro y agua, la única recompensa por sobrevivir a la noche. Asha, con la determinación que siempre llevaba, lo tomó de la mano y lo condujo fuera del hogar. La calle los esperaba como un abismo abierto, donde la promesa de libertad era tentadora, pero peligrosa. Por unas horas, Ravi podía sentir el aire sin el peso de las paredes opresivas de su casa; era un respiro efímero en medio del caos.

Con su grupo de ladrones, el niño encontraba algo parecido a un propósito. Aunque sus corazones estaban plagados de cicatrices, el acto de robar les ofrecía una ilusión de control sobre un mundo que los había despojado de todo. Cada bolso arrebatado, cada billetera deslizándose en sus manos, era un pequeño acto de rebelión contra la indiferencia del universo. Sus risas, aunque fugaces, eran máscaras que ocultaban el dolor que llevaban profundamente arraigado.

Sin embargo, la libertad era temporal. Al caer la noche, regresaban a la sombra de su hogar, donde el ciclo comenzaba de nuevo. Los gritos, los golpes y el peso de los recuerdos no podían ser silenciados. Ravi, atrapado en su tormento interno, se aferraba a la idea de que algún día habría una salida, una manera de romper las cadenas que los mantenían prisioneros. Pero la realidad volvía a arrastrarlo, lenta y cruel, como un ladrón que se desliza en la oscuridad.

En su corazón, anhelaba un héroe, alguien que pudiera romper las cadenas de su sufrimiento. Pero en su interior, se sentía atrapado, sus alas cortadas, condenado a seguir el ritmo de una melodía violenta que no podía detener. Mientras las sombras de la noche caían una vez más sobre el mundo, la búsqueda de algo más grande que el dolor lo mantenía en pie, aunque sus fuerzas flaquearan.

La medianoche traía consigo un silencio que era más pesado que cualquier palabra no dicha.

Cuando el reloj marcaba las doce y la casa quedaba envuelta en una quietud sepulcral, Ravi se acurrucaba junto a su hermana en la colchoneta. Su cuerpo pequeño buscaba refugio en el abrazo de Asha, quien lo envolvía con sus brazos en un intento desesperado de protegerlo de los horrores que los rodeaban. Pero, aunque su abrazo era cálido, ambos sabían que no podía crear un muro contra las sombras que acechaban.

Para Asha, cada noche era una batalla interna. La lucha por sobrevivir, por mantener a su hermano a salvo, era una carga que a veces parecía insostenible. En su corazón, sentía el peso de la impotencia; sabía que la vida que llevaban estaba sembrada de oscuridad, marcada por luchas interminables. Cada día traía consigo la esperanza de encontrar una salida, pero esa esperanza siempre se veía opacada por la brutal realidad que los atrapaba en el mismo ciclo doloroso.

Mientras Ravi descansaba, con el rostro enterrado en el brazo de su hermana, Asha mantenía los ojos abiertos, mirando el techo desgastado que parecía una grieta en el cielo. Sus pensamientos eran un torbellino, una mezcla de recuerdos, deseos y temores. Pensaba en cómo el amor que sentía por su hermano era lo único que la mantenía en pie, lo único que la hacía seguir adelante en un mundo que parecía haberlos abandonado.

En esos momentos de calma, donde la oscuridad de la noche parecía abrazarlos también, Asha se permitía soñar. Soñaba con un futuro diferente, con un lugar donde Ravi pudiera correr libre sin temer los gritos o los golpes, donde ambos pudieran sonreír sin una razón para ocultarlo. Pero la realidad siempre volvía, implacable, recordándole que esos sueños, por ahora, solo podían existir en su mente...Solicita un ejemplar si la introducción fue de tu agrado.

Capítulos

  1. Sobreviviendo 👈
  2. gritos de la Calle
  3. El peso de la vergüenza
  4. La lucha por la dignidad
  5. La voz del silencio
  6. Amores en la penumbra
  7. La puerta siempre se cierra
  8. El grito de los invisibles
  9. Huellas en el polvo
  10. Hey! Dilo por su nombre

Dilo por su nombre” fue publicada el 15 de Julio del 2024 por la editorial Vibras y está disponible en una variedad de formatos para satisfacer las preferencias de todos los lectores, incluyendo E-book, audio y papel de 281 paginas, La novela ha trascendido fronteras, con traducciones a 25 idiomas, lo que refleja su alcance global y permite a una audiencia internacional experimentar este viaje a través del terror psicológico, todo bajo la pluma del talentoso autor Marcos Orowitz.