Inflexión el punto de la muerte

Una obra maestra del terror psicológico escrita por el talentoso autor Marcos Orowitz. Esta remasterización de su colección de cuentos que terminan en una novela, ambientada en los años 80, te sumergirá en un mundo oscuro y perturbador.
La obra está compuesta por doce cuentos meticulosamente entrelazados, cada uno diseñado para penetrar en los rincones más profundos de tu mente. A medida que avanzas en la lectura, los límites entre realidad y pesadilla se desdibujan, y el lector se encuentra atrapado en una telaraña de miedo y suspense.
Los cuentos se entrelazan de manera magistral, creando una gran novela de terror que te mantendrá en vilo hasta la última página. La prosa de Orowitz es afilada y evocadora, y sus personajes están llenos de matices y secretos inquietantes.
Si eres amante de los clásicos del cine y la literatura de los años 80, este libro es un imperdible. Sus historias lúgubres y perturbadoras están diseñadas para los paladares más exigentes, aquellos que buscan una experiencia literaria que les haga cuestionar su propia cordura.
Prepárate para adentrarte en un mundo donde los límites entre lo real y lo imaginario se desvanecen, y donde el miedo se convierte en una compañía constante. “Inflexión: El Punto de la Muerte” es una invitación a explorar los abismos de la psique humana y a enfrentar nuestros peores temores. ¿Te atreves a sumergirte en esta oscura y fascinante obra?
En la oscura ciudad de Culiacán Mexico, donde las calles parecen retener secretos y los edificios se inclinan hacia el abismo, existe una avenida olvidada por todos: “La Avenida de los Sueños Rotos”. Los habitantes susurran que aquellos que caminan por ella sufren pesadillas incesantes, sus esperanzas desgarradas como papel mojado. Pero nadie se atreve a explorarla más allá de unos pasos, temerosos de lo que podría acechar en las sombra.
Cortesía: Fernando Ramos - Gretta007
Traduce: Rossana Oyanarte
Capítulo 1: La Avenida de los Sueños Rotos
Pagina: 4 y siguientes
La niebla reptaba por las calles de Culiacán, un espectro sucio que transformaba la ciudad en un laberinto opresivo. El hedor a humedad y descomposición se filtraba en cada rincón, como si la propia tierra se resistiera a olvidar los pecados que habían sido derramados sobre su piel.
Las ratas, famélicas y furtivas, devoraban los cadáveres de los perros enfermos, víctimas de una peste silenciosa que había comenzado a extenderse sin explicación. Nadie hablaba de ello. Nadie preguntaba. Solo aceptaban que era otro síntoma más de la decadencia.
Más adelante, la Avenida de los Sueños Rotos se desplegaba como la arteria principal de la perdición, un cementerio sin cruces ni nombres. Las sombras en sus bordes parecían tener hambre de los incautos. Aquí, las historias no se contaban. Se susurraban con temor, se enterraban con los cuerpos que nunca volvieron.
Miguel se detuvo al borde de la avenida, el peso de la atmósfera presionándole el pecho. No era solo el aire denso o la oscuridad invasiva. Era algo más. Un rumor intangible, una advertencia inscrita en cada grieta del pavimento.
—No deberías estar aquí. —Ana emergió de la bruma, su voz fracturada como un cristal al caer.
Miguel la observó con desconcierto. Su silueta parecía más etérea de lo habitual, como si la niebla la estuviera devorando poco a poco.
—Es solo una calle. ¿Qué podría pasarme? —intentó decir con indiferencia, pero la duda se deslizó bajo su piel, como un frío imposible de ignorar.
Ana no respondió de inmediato. Solo inclinó la cabeza, observándolo con una mezcla de pena y espanto.
—Los que cruzan… algunos no regresan. Y los que lo hacen, no son los mismos. Se pierden partes de ellos en la negrura. Algo los sigue cuando vuelven.
Dio un paso atrás, como si su sola cercanía a la avenida pudiera condenarla. Miguel sintió cómo su estómago se retorcía. La sensación de vacío, de algo acechando más allá de la vista, se hacía insoportable.
Pero aun así avanzó.
El impulso era irracional, una necesidad que ni siquiera entendía. Quizás por curiosidad. Quizás por una locura involuntaria.
—Será solo un momento —susurró, más para convencerse a sí mismo que a ella.
Y con eso, dio el primer paso hacia lo desconocido.
Ana llevó una mano a la frente, como si ese gesto pudiera disipar la bruma que enredaba su pensamiento.
—Miguel, no lo hagas… —su voz se quebró, un hilo de palabras que parecía desgarrarse con el aire—. La última vez que alguien cruzó esa avenida, llamamos su nombre, pero nunca volvió.
El aviso llegó tarde.
Miguel ya avanzaba, la niebla ciñéndose sobre él como un sudario. Con cada paso, el silencio se tornaba más pesado, cargado de murmullos velados que flotaban entre las grietas del pavimento. Voces extraviadas, rastros de angustia incrustados en piedra y concreto.
La Avenida de los Sueños Rotos no comenzaba en ningún punto exacto. No tenía límite. Era un umbral que siempre había existido, aguardando nuevos condenados. Su esencia era un tejido gastado de desesperanza; un laberinto donde la muerte acechaba desde la penumbra.
Las farolas titilaban como espasmos de un infierno encadenado, iluminando brevemente rostros espectrales que poblaban la acera. No eran personas. Eran recuerdos, fragmentos de quienes cruzaron y nunca regresaron completos. La brisa arrastraba lamentos apagados, fundiéndolos con el quejido del viento, un coro de almas en pena condenadas a la descomposición.
La niebla se espesó, las sombras se deformaron, y entonces, Miguel escuchó su nombre flotando en el aire.
—Miguel…
Se detuvo de golpe, el frío recorriéndole la espalda con dedos afilados. La voz era extraña y al mismo tiempo familiar. Un llamado arrancado del abismo.
—Ana… —murmuró, volviéndose hacia donde su amiga debería estar.
Pero el vacío se extendía ante él.
—¡Ana! —gritó, pero su voz solo se fragmentó en la inmensidad de la avenida, distorsionada, como si el lugar estuviera devorando su desesperación.
La ciudad había cambiado. Ya no era solo una calle vacía, sino un territorio vivo, un sitio hambriento. Las figuras en las aceras se movían sutilmente, sombras inquietas que se acumulaban alrededor de él.
Los edificios se alzaban como monumentos a la locura, sus muros deshechos exudaban pesadumbre. Las ventanas, carentes de vida, lo observaban como ojos ciegos que habían soportado demasiados horrores.
—¡Miguel!
La voz volvió a llamarlo, más cerca esta vez. Pero junto a ella llegó algo más: un aire espeso, putrefacto, con un hedor que se adhería a su piel.
Retrocedió, atrapado entre la urgencia de huir y la mórbida necesidad de comprender.
La bruma ya no era solo un fenómeno. Era un abismo hambriento, un portal que lo arrastraba a una verdad que no estaba preparado para enfrentar.
La Avenida de los Sueños Rotos no era un camino. Era un altar. Un pozo en el que se sacrificaban los sueños.
Entonces, la niebla se partió, rasgando la realidad como si fuera papel viejo.
Las sombras avanzaron. La oscuridad cobró forma.
Miguel cerró los ojos justo cuando algo frío y alargado rozó su piel.
La pregunta retumbó en su cabeza como un tambor de guerra: ¿Cómo había caído en la trampa de esta maldición? Fue su último pensamiento antes de que la oscuridad lo reclamara por completo.
Miguel avanzó entre la niebla densa, con un escalofrío recorriéndole la espalda como un aviso que su cuerpo aún no entendía. La Avenida de los Sueños Rotos no era solo un camino; era un cementerio de historias, un territorio donde el pasado permanecía incrustado en las sombras. En cada rincón, quedaban rastros de los que alguna vez cruzaron, y en ciertos momentos, el aire parecía cargado con la energía residual de quienes dejaron su huella sobre el asfalto desgastado.
Entre las tragedias más inexplicables que persistían en esta avenida, estaba la de Felipe, un niño de seis años que había crecido en las calles cercanas. Su risa solía ser la melodía que daba vida a los días, un resplandor de inocencia que iluminaba incluso los lugares más sombríos. Jugaba al fútbol con sus hermanos, corriendo sobre el asfalto ardiente, sus pasos ligeros como si el suelo no lo tocara realmente.
Pero una tarde, cuando la bruma comenzó a engullir la ciudad, algo cambió.
Las risas se apagaron de golpe, dejando un vacío inquietante. Sus hermanos recordaban una sensación helada recorriéndoles la piel, como si la propia avenida hubiera respirado sobre ellos. Algunos testigos aseguraron haber visto una figura acercándose al niño, una sombra con el aire solemne de quien sabe que su llegada significa el final de algo.
Dicen que no hubo violencia. Solo un gesto pausado, una mano extendida con algo que parecía ternura. Un roce, apenas perceptible.
Felipe, con su mirada chispeante, se quedó inmóvil. Sus hermanos lo observaron, la inquietud creciendo en su pecho. Y entonces, ocurrió.
Su rostro cambió, como si de repente hubiera reconocido a alguien. Sus ojos exploraron el espacio vacío frente a él, siguiendo con atención algo que los demás no podían ver.
Luego, su cuerpo se alzó sin explicación, suspendido en el aire por una fuerza invisible.
Los gritos de sus hermanos se ahogaron en la impotencia cuando lo vieron caer, el impacto retumbando en el asfalto como una sentencia. La fractura de su cráneo dejó una marca imborrable en el lugar, convirtiéndose en otro capítulo de la desgracia.
Algunos buscaron explicaciones racionales: un accidente, un ataque inesperado del propio cuerpo contra sí mismo. Pero nadie podía negar los detalles que los hermanos repetían una y otra vez con los ojos empapados de lágrimas.
—Estaba hablando con alguien.
—Lo vimos. Su cabeza se giró… No era humano.
Con el tiempo, la historia de Felipe se convirtió en una advertencia murmurada entre los vecinos. Algunos afirmaban que, en las madrugadas más tranquilas, se podía escuchar el bote de una pelota sobre el pavimento, seguido de la risa efímera de un niño jugando un partido que nunca terminó.
Otros simplemente susurraban a los desprevenidos:
—No dejes que tus hijos jueguen aquí. La muerte sigue rondando, esperando a quien más ama.
La niebla parecía cobrar vida propia, envolviendo la historia de Felipe en un manto de misterio y tragedia. Miguel, a medida que escuchaba, sintió el peso de cada una de estas anécdotas. La Avenida no era solo un lugar de dolor, era un portal a lo inexplicable, un recordatorio constante de que a veces, lo inefable acecha en la esquina más oscura, deseoso de cobrar su próximo tributo.
Y mientras la presencia espectral reclamaba su atención, Miguel comprendió que estaba atrapado en un torbellino de recuerdos y maldiciones que jamás podría descifrar por completo. La certeza de ser observado lo invadió, como si el propio asfalto lo reconociera, como si su destino estuviera escrito entre las grietas del camino, condenado a enredarse con las historias de quienes habían sucumbido antes que él.
El aire se volvió más denso, como si la propia Avenida de los Sueños Rotos intentara aferrarse a él. La niebla rodeaba sus pasos, deslizándose sobre su piel como un manto vivo que no quería soltarlo.
Miguel avanzó con cautela, sintiendo cómo algo en el ambiente se tensaba, un peso invisible que le oprimía el pecho. Las sombras en los bordes del camino permanecían allí, difusas, observándolo sin ojos, reteniendo fragmentos de lo que alguna vez fueron.
El asfalto bajo sus pies parecía pulsar con una cadencia imperceptible, como si recordara cada historia que se había fundido en su superficie. Miguel se detuvo un instante, su corazón acelerado golpeando con fuerza dentro de su pecho.
Entonces, lo sintió.
No era el viento, ni la neblina, ni el miedo que lo acompañaba desde el primer paso.
Era algo más.
Un vacío palpable, una presencia que no pertenecía a ningún lugar conocido.
El aire cambió, como si se hubiera desgarrado alrededor de él, dejando un frío seco y opresivo.
Su cuerpo reaccionó antes de que su mente procesara el peligro.
Retrocedió, la respiración entrecortada. Pero la Avenida no estaba dispuesta a dejarlo escapar.
El suelo vibró levemente, no con violencia, sino con una calma inquietante, como si estuviera anticipando el momento exacto en que lo reclamaría.
Y entonces, la voz llegó.
—Miguel…
Más clara.
Más definida.
No era un recuerdo.
No era parte del viento.
Era real.
Y estaba justo detrás de él....Aun puedes conseguir este libro poniéndote en contacto con Rossana Oyanarte
Capítulos
- La Avenida de los Sueños Rotos: 👈
- Papá se Fue de Casa:
- Detrás de las Paredes:
- La Muerte del Maestro: .
- Le Arrancó los Ojos:
- La Policía Sospechaba de Mí:
- Enterremos el Cuerpo en el Cementerio:
- Corre:
- No Te Mueras, Respira:
- No Tengo Dinero
- La Maldición:
- Todos Somos Culpables:
“Inflexión el punto de la muerte” fue publicada el 21 de Junio del 2024 por la editorial Vibras y está disponible en una variedad de formatos para satisfacer las preferencias de todos los lectores, incluyendo E-book, audio y papel. La novela ha trascendido fronteras, con traducciones a 25 idiomas, lo que refleja su alcance global y permite a una audiencia internacional experimentar este viaje a través del terror psicológico, todo bajo la pluma del talentoso autor Marcos Orowitz.”