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Según los historiadores antiguos, las nuevas guerras del futuro se comenzarían a desarrollar a través de la tecnología, y eso está al descubierto. A lo largo de nuestra historia, hemos tenido el privilegio de no solo ser simples espectadores, sino también participantes y, en algunos casos, protagonistas. Quizá te estés preguntando qué clase de protagonismo podría tener un simple ciudadano en una guerra de esta época. Pues hay muchos tipos, pero solo nos vamos a centrar en dos.

El primero que se me ocurre es el del ciudadano asustado, obsecuente y totalmente dormido. Ese que, con la mirada fija en la pantalla de su teléfono, consume información sin cuestionar, dejando que otros marquen el rumbo de su vida. Pero también está el segundo: los soldados anónimos que se unen a las filas de las guerras sin representar a ningún país ni gobierno, intentando desarmar o desmantelar las redes de mentiras que se gestan detrás de cada conflicto. ¿Y de qué forma? Detrás de un simple portátil o smartphone por ejemplo, o invitando a los ciudadanos a tomar conciencia del horror que los gobiernos, detrás de los gobiernos elaboran día a día, PROLIFERANDO la verdadera libertad de expresión sin matices anarquistas como lo afirman algunos sectores políticos.

Estos soldados anónimos son los influencers de la conspiración. En mi caso, no soy un consumidor de esas teorías con devoción ferviente, creo que muchos de ellos simplemente sienten decepción, pero sería un hijo de puta si negara que algunas teorías son tan certeras que sus videos son eliminados de las plataformas en menos de lo que canta un gallo mexicano. La frustración de aquellos que intentan desenmascarar la verdad solo los empuja a salir de las sombras, a gritar en un mundo que prefiere el silencio.

Quiero utilizar este pequeño espacio para aclarar que este libro no tiene tintes anarquistas, ni se alinea con ninguna ideología política. Me considero un escritor que no simpatiza con ningún aspecto de la política ni con sus opuestos, incluido el anarquismo, ya que tanto uno como otro se benefician del sufrimiento humano. Estoy más allá de ese pensamiento discordante y desordenado. Mi escritura se basa en las realidades provocadas por la humanidad en su tiempo en la Tierra.

Por ello, no pude evitar abordar la temática de aquellos individuos que han sido silenciados por los gobiernos en diferentes partes del mundo, que ocultan sus acciones atroces para evitar una rebelión a gran escala.

We have everything under control

We have everything under control

No estoy sugiriendo que debamos armarnos tecnológicamente para llevar a cabo acciones que solo empeoren la situación. Más bien, defiendo que la mejor herramienta que tenemos es la transparencia en la comunicación. Es esencial hacer públicos aquellos eventos que son ocultados a la población, ya que, en teoría, la mayoría de los países del mundo están basados en principios democráticos. Esa palabra, "democracia", implica una responsabilidad colectiva que nos involucra a todos, sin excepción.

De hecho, este cuento es solo una fracción de lo que he explorado en otro trabajo, una novela titulada Las guerras que nos separan, donde desarrollo de manera más profunda el impacto de estos conflictos bélicos en nuestra vida cotidiana. Pero antes de continuar con las historias que se desencadenan de esta espiral de engaños, permíteme presentarte a algunos de esos protagonistas anónimos que, con valentía, deciden romper el silencio.

Tras la pantalla, cada uno de ellos navega su propia guerra, luchando no solo contra un enemigo intangible, sino contra el mismo miedo que paraliza a la sociedad. En esta era digital, donde la desinformación y la manipulación son las armas más efectivas, a menudo se pregunta quién es realmente el enemigo.

Y así, entre las vidas mezcladas de aquellos que se atreven a cuestionar y los que prefieren la seguridad de la ignorancia, comienza nuestra historia.

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Cuento numero 5: Virus de Control ciudadano

Comparte y traduce del ingles al español Glob: Antonio Simons

Pagina 115 y posteriores

Esa maldita mañana tenía un terrible dolor de cabeza que no se me había ido ni con un analgésico de doble acción que solía traer de la casa de mi suegra. La vieja estaba loca, era una asquerosa mal llevada que merecía un buen escupitajo de tabaco en todo su arrugado rostro, pero de algo estoy seguro, para recetar remedios era más eficaz que cualquier doctor del condado de Misuri. Encendí la vieja radio mientras esperaba sentado frente a la gasolinera de la maldita ciudad de Laclede, sobre la 66. A lo lejos, empezaban a asomar los primeros conductores, la mayoría camioneros palurdos, con su rostro curtido por el sol y el tabaco, y detrás, esas camionetas futuristas que suelen conducir los niños ricos, recorriendo el país en busca de emociones. Claro que sí.

Mientras las horas tomaban su tiempo, observaba como Tom el empleado del surtidor realizaba molesto el aseo de los baños. Y esta vez encontró que el inodoro estaba, dentro de lo posible, limpio. Es que, durante el fin de semana, Estela, mi mujer, lo había cerrado para que las prostitutas finas que provenían de St. Louis City y St. Charles no dejaran un espectáculo horroroso de vómito y esperma. Eso sin nombrar a los mexicanos que a menudo dejan tirado los pañales de sus hijos y tapan el retrete con supositorios femeninos, a veces me preguntaba, masticando bronca si la promesa del viejo Donald Trump de sacar a patadas en el culo a todos esos mojados era solo una promesa mas de las tantas que hacen los políticos en sus campañas porque a decir verdad ese miserable trabajo de atender la gasolinera me estaba matando lentamente o si, por el contrario, era un alivio. Nada más lógico que un calvario se confunda con una rutina.

Con la radio emitía una suave melodía Country, una de esas que insinúan calma mientras afuera el mundo se desmorona lentamente. En ella, la voz rasposa de un locutor anunciaba la llegada de la inminente guerra digital, un conflicto que jamás había imaginado que pudiese arder como el que una vez se libró sobre el suelo de Europa. “La lucha por la verdad se libra en las pantallas,” decía, como si mantuviese una conversación secreta con las almas perdidas que pasaban por la gasolinera. Con cada palabra, un ligero escalofrío recorría mi espalda, como una advertencia que provenía de un mundo oculto.

Los conductores pasaban de prisa, como si cada uno llevara en su camioneta la esperanza de deshacerse del vacío que les ahogaba. Algunos miraban el cartel de "café gratis" con escepticismo; otros simplemente se limitaban a ignorar su existencia, absortos en sus pensamientos. Pero, ¿Quién podría culparlos? La vida en la ruta no era más que una perpetua odisea de soledad. Y sin embargo, había algo más, algo invisible que se movía rápidamente por la ciudad, un aire de incertidumbre que flotaba en cada respiración.

Me dejé caer en el asiento, tratando de ignorar el zumbido persistente en mi cabeza. Los recuerdos de los últimos días comenzaron a atormentarme: los rumores de enfermedades extrañas que se esparcían por el país, las nuevas pandemias que las noticias insistían en minimizar. Mis amigos en la ciudad siempre bromeaban sobre conspiraciones, pero yo sabía que, detrás de esas risas, se escondía un miedo palpable. Esa sensación de que algo se cocía, un secreto que pronto sería evidente. El miedo que paraliza, ese mismo que atrapaba a los que deambulaban con la mirada perdida en sus pantallas.

“Despierta, hombre,” me dije a mí mismo, tratando de sacudirme el estupor. “Este no es un cuento de hadas.” Reflexionaba sobre el último video que vi en la noche, cómo un influencer había mostrado las conexiones entre la nueva tecnología y los gobiernos. Todos los datos, los gráficos, las imágenes de personas hablando tras máscaras de incertidumbre. Esa noche, aquellos que intentaron mostrar la verdad fueron acallados, borrados de la existencia digital en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y yo

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qué? Un simple empleado de gasolinera, maldiciendo mientras el mundo se balanceaba al borde del abismo.

La gasolinera era un microcosmos, pensaba. Cada uno de esos camioneros, esos jóvenes con camionetas brillantes, cada mujer en su súplica silenciosa, eran piezas de un rompecabezas mucho más grande, parte de un tablero de ajedrez donde las verdaderas batallas jamás se libraban con armas, sino con ilusiones. Esa mañana, el café comenzó a oler a algo distinto, como si mezclara el aroma a miedo con la máquina de expreso que insistía en chorrear gotas amargas.

Suspiré, porque sabía que debía actuar, que, por una vez, por pequeña que fuese, debía intentar romper el silencio. Mientras empujaba esos pensamientos a mi cerebro nublado, el sonido del claxon de un camión resonó, interrumpiendo el sopor que me envolvía. En ese momento, supe que estaba a punto de cruzar la línea entre ser un simple espectador y convertirme en un actor en esta guerra invisible.

El camionero bajó rápidamente, desesperado, con la mirada desencajada que solo un hombre con una necesidad apremiante puede tener. Se acercó a mí dando pasos cortos, casi titubeando, y su voz sonó rasposa, como si llevara días sin hablar.

—¡Eh, amigo! ¡Las llaves del lavabo, por favor! —dijo, exhalando cada palabra con la urgencia de un condenado a muerte.

Le lancé una mirada de sorpresa, pero no había tiempo para más. Con un gesto automático, saqué las llaves del bolsillo. Claramente, este tipo había estado aguantando demasiado tiempo.

—Tranquilo, hombre. Están aquí —respondí, pasándoselas. No esperaba que la situación se tornara así de extraña. Como si estuviera viendo una película de terror en cámara lenta.

El camionero se abalanzó hacia la puerta del baño, y su figura desapareció en la penumbra del lugar. La puerta se cerró detrás de él, y por unos segundos, el silencio reinó en la gasolinera. Me recargué en el mostrador, sintiendo que el tiempo se alargaba en aquel espanto cotidiano. Pasaron, sin embargo, veinte minutos y la inquietud se adueñó de mí. Algo no estaba bien.

Decidí que era hora de actuar. Con un suspiro, tomé mi escopeta de doble cañón, un regalo de mi padre que mantenía en la parte trasera del mostrador, más como un símbolo de protección que por necesidad real. A pesar de la única vez que la había usado fue; volándole la cabeza a un ciervo, sabía que era mejor estar preparado.

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Me acerqué al baño, sintiendo el escalofrío de la anticipación recorriendo mi columna. Decidí golpear la puerta de manera violenta y segura.

—¡Oiga! ¡Escuche, señor! —grité, tratando de mantener la calma. —Imagino que, después de la asquerosidad que está sucediendo allí adentro, será usted quien se encargue del aseo de ese retrete. Verá, hoy estuvimos con el pequeño Tom aseando toda la gasolinera, y...

De repente, la puerta reventó con una violencia tal que me hizo caer al piso. El pueblo entero pareció contener la respiración. La escopeta se me escapó de las manos y cayó al suelo, el sonido estalló en la gasolinera como un disparo. Y entonces, esa cosa con semejanza de hombre irrumpió, masticando odio y sed.

Claramente, ese maldito demonio tenía sed, como un coyote, su hocico seco y agrietado exigía algo, y no creo que fuera necesariamente agua. Su mirada, desquiciada, cruzó la gasolinera llena de horror y confusión, y un estallido de adrenalina hizo que el aire se volviera denso.

—¡tengo hambre! —exclamó, su voz retumbando como el zarpazo violento de un trueno en la lejanía. había una inquietante desesperación en su tono, como si buscara algo desesperadamente, algo de apariencia humana.

Los pocos presentes en la gasolinera intercambiaron miradas, unos retrocedieron mientras otros se quedaron paralizados, incapaces de procesar el terror que se desplomaba ante ellos.

—¿Por qué te tardaste tanto, amigo? —logré balbucear, intentando restarle importancia a lo que acababa de suceder. Pero mis palabras fueron ahogadas por la sombra que era ahora el camionero.

—¡No hay tiempo! —gritó el hombre, cubierto de sudor, sus ojos desorbitados revelaban una locura que nunca antes había visto. —¡Han comenzado! ¡Ellos han comenzado!

Su voz se desvaneció mientras miraba hacia atrás, como si los demonios estuvieran pisándole los talones. Observé cómo comenzó a tambalearse, su cuerpo desgastado y sucio, la piel tensa sobre los huesos. El miedo se extendió en la gasolinera como el humo negro que lanza un fuego voraz.

—¿De qué hablas? —preguntó una mujer que estaba en el rincón, la voz temblorosa pero firme.


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—Deben cerrar la ciudad. No hay tiempo… —jadeó el camionero, luchando por controlar su respiración. Luego se hizo un silencio sepulcral, como si la gasolinera misma sostuviera el aliento.

Mientras contemplaba el caos a mi alrededor, me di cuenta de que lo que había comenzado como un dolor de cabeza matutino había desencadenado un apocalipsis inquietante, donde el horror, en todas sus formas y dimensiones, comenzaba a pavimentar su camino en la vida cotidiana de cada uno de nosotros.

No sabía hasta dónde podía llegar esto. Pero una cosa era cierta: mis días de mirar desde la esquina de la gasolinera estaban contados. Era hora de desenfundar la verdad, sin importar el precio; El fenómeno deforme que una vez fue un hombre irremediablemente parecía ser el producto de alguna enfermedad que elongaba su boca, deformaba sus manos y alargaba sus piernas, como si su cuerpo estuviera a punto de deshacerse por la pura presión de lo desconocido. Su rostro, cubierto de pelos enmarañados, lucía como una abominación de la humanidad que nunca debería haber existido en este mundo.

Nadie de los presentes pensó ni un solo segundo que esto fuese una maldita broma. La incredulidad se transformó rápidamente en horror. Estela, mi mujer, gritó al ver la criatura directa a su camino y, con una mirada aterrorizada, corrió despavorida hacia el mini market, su figura se difuminó entre los estantes como si deseara desaparecer entre los productos enlatados. El resto de la clientela, atrapada por el pánico, la siguió, dejando atrás solo el sonido de sus pasos apurados y las miradas desorbitadas.

Yo quedé aún en el suelo, aturdido, observando esa aberración que estaba frente a mí, meditando cómo demonios haría para recoger la escopeta y volarle los sesos a esa cosa antes de que se lanzara sobre mí. Mi mente giraba en círculos, cada pensamiento más confuso que el anterior.

Mientras yacía en el suelo, noté que la criatura se movía erráticamente, sus ojos inyectados en sangre, como un animal acorralado. Podía casi sentir el aire pesado y caliente que emanaba de su cuerpo rabioso. un hedor a heces y putrefacción se desprendía de esa cosa, Pero, por alguna razón, no avanzaba hacia mí. Su atención se desvió hacia la puerta del mini market, donde se acumulaban los gritos y el bullicio de quienes intentaban escapar.

“Es ahora o nunca,” pensé, sabiendo que debía actuar antes de que la situación se volviera irreversible. Con un esfuerzo, me arrodillé en el suelo, sintiendo una punzada de dolor en la parte baja de la espalda. La escopeta estaba a unos pocos

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metros, asomándose debajo de uno de los surtidores, reluciente como una promesa de alivio en medio de la locura.

Con un movimiento rápido, arrastré mi cuerpo, arrastrando las rodillas sobre el suelo frío y polvoriento. Con cada centímetro que avanzaba, la criatura dejó escapar un ruido extraño, como un gruñido bajo que reverberaba en la gasolinera. Mis manos finalmente se posaron sobre la escopeta; la levanté con fuerza, el peso familiar recordándome quién era y lo que tenía que hacer.

En ese instante, todo lo que había conocido se disolvió en la niebla de la confusión. Mi mundo era ahora aquel baño asqueroso al fondo del corredor y la criatura que se agachaba, observando a través de los estantes, imitando quizás el comportamiento de una bestia. Con la escopeta en la mano, levanté la mirada al instante en que el demonio giró su cabeza hacia mí, sus ojos reflejando la locura de un mundo en descomposición.

Mientras me ponía de pie, apreté el mango de la escopeta con determinación, el sonido de la acción haciendo mucho ruido en la gasolinera desierta. “¡Aléjate de ahí!” grité, notando que mis palabras sonaron más firmes de lo que me sentía. Pero había un cambio en la mirada del animal, un rayo de reconocimiento. Sabía que había cruzado la línea que separaba la caza de la presa.

A medida que me acercaba, retrocedió un paso. La criatura comenzaba a sacar sus garras, sombras oscuras que asomaban por entre sus deformidades. En ese instante, supe que no era solo un pobre camionero destrozado por una enfermedad: era el resultado de algo mucho más profundo, de una guerra que se libraba en las sombras, de una transformación que arrastraba a los hombres hacia la oscuridad.

Retrocedí un poco, levanté la escopeta apuntando hacia su rostro grotesco. A cada segundo, intensificándose en la tensión entre el aliento cortado y el alineamiento en el tiempo de una bala. Pero no iba a permitir que ese monstruo me robara la única oportunidad que tenía de restablecer algo de justicia en mi vida. Ajeno a la locura que rodeaba la escena, disparé.

El estruendo de la escopeta resonó en la gasolinera, y el cuerpo del demonio se sacudió al impacto del plomo, una explosión de sangre y carne que salpicó todo a su alrededor. Retrocedió, y por un momento, el mundo pareció detenerse. La criatura cayó de rodillas, mirándome con sus ojos aún llenos de odio, pero sentí que en su mirada se asomaba algo parecido a la desesperación.

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Nunca había disparado un arma en una situación tan caótica. Nunca había tenido la necesidad de hacerlo. Pero aquí estaba, la línea entre la vida y la muerte que se dibujaba en el polvo de la gasolinera, y una realidad que se empezaba a desmoronar.

No había tiempo para pensar. La bestia se levantó de nuevo, esta vez más rápido, y su grito como el grito de algún infierno olvidado. Sin dudarlo, volví a disparar, y en el instante siguiente, el horror que había invadido mi existencia se transformó en un estallido de miedo, de acción, y de una urgencia que perdura más allá de lo físico.

Este era solo el comienzo, y sabía que, así como esa criatura había salido de la oscuridad, muchos más vendrían. La guerra se había desatado, y yo... había firmado un pacto con lo desconocido y esta vez tenia en mi poder no solo un pequeño arsenal que había heredado de mis antepasados en la guerra de la secesión sino también un grupo de individuos que sin pensarlo se convertirían en mi tropa...Si la intro fue de tu agrado, No pierdas la oportunidad de sumergirte en estas asombrosas historias que se desprenden de la oscuridad y lo hacen para mostrarte el verdadero rostro de los gobiernos.

Cuentos de la obra

  1. El Último Testigo
  2. Pandemia de Silencio
  3. Los Olvidados del Reset
  4. El Enigma Antártico
  5. Virus de Control ciudadano 👈
  6. Crianza Cibernética
  7. ¿Alemania es el señor de las guerras?
  8. La Agenda Invisible
  9. Revolución de los Géneros
  10. Experimentos de la Nueva Era
  11. Tecnologías del Miedo
  12. Software de control ciudadano NSA

“No digas nada” fue publicada el 1 de julio del 2024 por la editorial Vibras y está disponible en una variedad de formatos para satisfacer las preferencias de todos los lectores, incluyendo E-book, audio de 262 paginas, La novela ha trascendido fronteras, con traducciones a 25 idiomas, lo que refleja su alcance global y permite a una audiencia internacional experimentar este viaje a través del terror psicológico, todo bajo la pluma del talentoso autor Marcos Orowitz.