Pasiones desordenadas

En la remasterización de 2006 de "Pasiones Desordenadas", se narra la historia de amor entre Oscar Parker, un profesor de matemáticas, y uno de sus alumnos, ambientada en la década de los 80. Esta novela de romance gay revela los desafíos sociales y emocionales que enfrentan debido a las barreras impuestas por la sociedad de la época. La relación de Oscar desafía lo aceptable, presentando una narrativa intensa y honesta. La obra invita a explorar las complejidades del amor y la necesidad de empatía, reflejando el valor de amar en un mundo que no siempre acepta la diversidad en las relaciones.
Courtoisie: Edithlanfont
Chapitre: 1 Atracción a primera vista
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"El amor no comprende el vocabulario de tus ojos o labios, solo busca conectar con ellos para llegar a tu corazón."
Aquella mañana, mis queridos amigos, debo confesarme entusiasmado, como si estuviera recitando un breve poema: “los árboles se presentaban con sus mejores galas de oro y carmesí. Las hojas, crujientes bajo los pies de quienes se atrevían a pisar el sendero que conducía al instituto, un venerable edificio de ladrillo que parecía haber sido testigo de innumerables historias de amor y desamor.”
Así habló él, con una fervorosa mirada, mientras sus ojos brillaban con vivacidad. Sin embargo, su recitada no obtuvo, por parte de los presentes, ninguna ovación; muchos de ellos eran varones cargados de una emocionalidad compleja y, lamentablemente, consideraban a Oscar como un inusitado bicho raro. A pesar de su notable talento para la poesía, su condición de hombre homosexual lo convertía en objeto de desdén.
La mayoría de los presentes, a excepción del señor Williams y la señora Eva, quienes eran los encargados de guiar aquella clase de literatura poética, deseaban expulsarlo de aquel salón. Era evidente que algunos se alzaban en su contra, instando a los administradores a prohibir su ingreso, pero el señor Williams, un hombre de mente abierta y profunda sabiduría, sabía que la mayoría de esos agitadores eran meros trogloditas, descendientes de trabajadores portuarios, quienes escasamente poseían un desarrollo cultural y solo asistían a las clases con el fin de avanzar en su ciclo educativo.
Por lo tanto, Oscar permaneció en la clase, ajeno a sus hostilidades, y sin alarde de sus dotes poéticas, logró alcanzar al final de su carrera la más alta calificación del instituto. Su triunfo fue un testimonio silencioso de que la grandeza del espíritu a menudo sobrepasa los limites del orgullo y el prejuicio.
En el aula de matemáticas, bajo la atenta mirada de una gigantesca pizarra cubierta de números, Oscar Parker se encontraba inmerso en la elaboración de un complicado teorema que había decidido ilustrar con garabatos apresurados. A sus veintisiete años, Oscar era conocido en el instituto King's College London por su aguda inteligencia y su inusual habilidad para captar la atención de sus alumnos; sin embargo, había en él una fragilidad que dificultaba que se permitiera al amor cruzar sus puertas. Era un creador de su propia soledad, y nadie, incluyendo a sus estudiantes más cercanos, podía sospechar la profundidad de su anhelo.
El timbre sonó como un llamado a la aventura, y los alumnos comenzaron a entrar al aula con la energía vibrante del día. Pero fue uno en particular quien capturó la atención de Oscar de inmediato: Adrián, un joven de diecisiete años con cabellos oscuros que parecían absorber la luz del sol y una sonrisa que desarmaba incluso al más indiferente. Sus compañeros, que lo miraban con ilegítima admiración y un toque de celos, lo rodearon, como un astro al que giran pequeños planetas.
Adrián mostró pronto una actitud despreocupada hacia las matemáticas, cuestionando no solo las teorías, sino también a su profesor con un nivel de astucia que desafiaba la edad y la experiencia de Oscar.
“¿Por qué debe ser siempre un uno más uno igual a dos? ¿No es acaso el amor una suma más compleja?” preguntó el joven con una sonrisa traviesa, dejando al profesor con la boca abierta.
Oscar, bajo la fragorosa presión de la pregunta y con el rostro ligeramente enrojecido, se sintió desarmado ante esa aguda perspectiva.
“Quizás deberíamos considerar la posibilidad de que no todo en la vida se puede medir con números, señor Breyer,” respondió, recuperando el aliento mientras una chispa de desafío brillaba en sus ojos.
La clase entera estalló en risas, pero Oscar supo que había algo en esta conversación que iba más allá de las bromas inocentes de un aula.
Los días siguientes pasaron como una ráfaga de descubrimientos. Cada encuentro con Adrián revelaba nuevas capas de su carácter, lo que facilitaba un diálogo entre ellos que parecía forjar un vínculo inequívoco. Mientras discutían sobre la geometría y su imagen del amor, Oscar se dio cuenta, con algo de temor, de que no podía evitar sentir una atracción creciente hacia su discípulo. Su mente, siempre lógica, se encontraba atrapada entre la razón y un deseo inconfundible.
Una tarde, mientras caminaban hacia el parque después de clase, un silencio repentino se instaló entre ambos. Lo que antes era un intercambio ligero se había transformado en un espacio íntimo repleto de una tensión palpable. Adrián, con sus ojos llenos de curiosidad y un destello de algo más profundo que la simple admiración, lo miró fijamente.
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“Oscar,” dijo, su voz suave y firme, “¿qué piensas realmente del amor?”
Oscar sintió que el mundo a su alrededor se desvanecía, atrapado en la profundidad de aquellos ojos sinceros que le pedían una respuesta. Era en ese instante, ante el apoteósico uso de su nombre, donde dio el primer paso hacia lo inevitable:
“Creo… creo que es una fuerza que, en algunos casos, nos une, y en otros, nos deja atrapados.”
Adrián sonrió de un modo que lo desarmó.
“Entonces, ¿Qué hacemos con la fuerza que nos une?”
Oscar supo que había llegado al umbral de un camino lleno de incertidumbres y deseos, un camino que podría conducir a donde su razón le aconsejaba no ir. Mientras la brisa de otoño acariciaba sus rostros, ambos supieron que aquel breve intercambio cambiaría sus vidas para siempre.
Las hojas caían lentamente, como si la misma naturaleza celebrara el encuentro de dos almas que aún no sabían la magnitud de su conexión. En el aire flotaba la promesa del romance, un canto sereno cargado de toda la complejidad y belleza que el amor podía ofrecer, sostenido por un trasfondo de riesgos inauditos que solo el corazón podía comprender.
El aire de Birmingham, especialmente en esa época del año, se caracterizaba por una frescura que acariciaba la piel, como un afecto sutil que, aun siendo agradable, siempre venía acompañado del susurro de las primeras inquietudes de la juventud. En esos días de ensueño, en que el mundo parecía estar compuesto de mil matices dorados, la relación entre Oscar y su joven alumno, Adrián, se desenvolvía en un delicado equilibrio.
Oscar, un hombre de un intelecto admirable y una madurez que evidenciaba su experiencia, se encontraba inmerso en un mar de sentimientos contradictorios. Cada encuentro con Adrián transformaba el aula en un motivo de reflexión, un laboratorio donde su corazón, antes apacible, se sentía cada vez más atraído hacia los ojos inquietos del joven. Sin embargo, no obstante, la profundidad de sus emociones, Oscar era también consciente de las repercusiones que dicha atracción podría albergar en lo más oculto de sus vidas. Los ecos de una sociedad intolerante reverberaban en las paredes de la escuela, donde la mera ocasión de ser señalado como homosexual constituía un estigma, un camino pactado hacia el desprestigio y, posiblemente, el despido.
Consciente de su situación, Oscar se erigió en un maestro avizor de cada mirada y atención que prestaba a Adrián. La juventud de este último, no obstante, poseía una frescura inigualable que desbordaba su inocencia en el profundo océano de sus anhelos. Adrián, con su risa despreocupada y su ingenio desmedido, parecía ignorar las tensiones que la sociedad imponía, dejando entrever sus emociones a través de la fulgurante luz de su mirada, la cual era un faro guerrero que iluminaba sus intenciones más ocultas. Fue durante aquellos instantes de éxtasis académico donde Adrián empleaba esa intensa mirada para medir la posibilidad de que su amor pudiera ser correspondido; como un artista que espera la aceptación de su obra maestra, exploraba en los ojos de su profesor la promesa de un futuro que desafiaba todas las conveniencias sociales.
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A la par que esta relación delicada se desarrollaba, Oscar no podía despojarse del constante temor que sentía por las posibles represalias. Provenía de una familia que, aunque nunca lo había denigrado por sus inclinaciones, siempre había sido consciente del crudo juicio que podría caer sobre él. Sus padres, personas bondadosas y comprensivas, habían sido informados, sin lugar a dudas, de aquellas tendencias en el espíritu de su hijo desde que dio sus primeros pasos hacia la adultez. Everard Parker, su padre, había trabajado como médico en la misma comunidad de Birmingham, mientras que su madre, Coraline, se había dedicado incansablemente a la educación de su familia. Esta última, aunque madre de cuatro hijos, era la que veía en Oscar no solo un hijo ejemplar, sino una extensión de sus propios sueños y temores.
Era el amor de su madre quien particularmente lo protegía de los azules cielos de la opinión pública. Sabía que el mundo, tal como giraba, no estaba preparado para comprender la diversidad de la condición humana. A menudo, Coraline advertía a su hijo sobre la posibilidad de que un romance de tal índole pudiera llevarle a una vida de soledad y desprecio, y aunque nunca había expresado directamente su desaprobación hacia las inclinaciones de Oscar, la preocupación en su mirada era evidente. Aquellas conversaciones familiares, que oscilaban entre la benevolencia y la advertencia, mantenían a Oscar en un estado de vigilancia constante respecto a su relación con Adrián, y en ese contexto de preocupación, su amor se tornaba a la vez una fragancia dulce y un espanto devorador.
En contraste, Adrián había crecido en el seno de una familia tradicional de trabajadores irlandeses que habían emigrado a Londres en busca de nuevas oportunidades. Su padre, Will Breyer, era un hombre robusto que había puesto gran empeño en preservar la masculinidad de su hijo. Desde una edad temprana, se le había enseñado a Adrián que debía alejarse de cualquier indicio de debilidad; una tarea que el padre tomó con gran seriedad, pues un día había notado, con creciente desasosiego, que su hijo tenía maneras que podrían considerarse poco varoniles. Esa semilla de preocupación brotó en un fervor paternal que lo llevó a inscribir inmediatamente al joven en un equipo de fútbol, así como en un instituto de boxeo, convencido de que estos pasatiempos cultivarían la férrea estirpe de su masculinidad.
Adrián, aunque comprendía el amor que profesaba su padre por él, veía en estos esfuerzos una coerción que, muy a su pesar, le era evidente. La práctica del deporte, lejos de proporcionar la satisfacción que Will había anticipado, lo llevó a ocultar aún más sus sentimientos, a un punto tal que la búsqueda de su propia identidad pareció un esfuerzo casi imposible. Su afán de complacer a su padre lo llevó a extrañar los momentos simples de la niñez, cuando la expresión de sus emociones no tenía que ser filtrada por la mirada crítica del mundo.
A pesar de estos desafíos, el vínculo con Oscar florecía en silencio. Un aire de complicidad emergía en cada breve contacto, cada sonrisa furtiva, cada pregunta traviesa en clase que parecía llevar un trasfondo más profundo. El jardín de las intenciones ocultas se sembraba con la esperanza de encontrar un acogedor refugio en la mirada del otro, como dos navegantes en un mar de incertidumbres, cada uno intentando leer en los ojos del otro la confirmación de sus deseos más íntimos.
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Mientras los días se deslizaban en la atmósfera de lo cotidiano, era inevitable que tanto Oscar como Adrián se encontraran enredados en sus pensamientos. La realidad de las consecuencias mantenía a Oscar en un estado de cautela, consciente de que cualquier revelación podría llevarlo, junto con Adrian, a una situación irremediable. Como hombre de experiencia, sabía que, a pesar de la juventud del muchacho, sus emociones eran sinceras y desbordantes, y temía fragilizar esa chispa en su fulgurante juventud.
El tiempo continuó su marcha, pero la presencia de Adrián iluminaba a Oscar de una forma que era tanto alivio como carga. Los ecos de sus risas resonaban en las paredes del aula, creando un refugio en el que ambos podían soñar, aunque la realidad a su alrededor gritara en contra de sus corazones. Así, el amor florecía, a la vez escondido y expuesto, en un mundo que no siempre entendía la extraordinaria belleza de los afectos que se construyen en la más absoluta clandestinidad. La inevitable pregunta sobrevivía: ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar por ese amor que prometía ser su salvación a un mismo tiempo que su condena?
La vida de Oscar Parker había sido un continuo vaivén de emociones y desilusiones, tejido por la marejada de su condición en una sociedad que aún no estaba preparada para aceptar la diversidad del amor. A lo largo de sus años formativos, había experimentado el tormento de la atracción hacia otros hombres, un sentimiento que, aunque vibrante y genuino, lo dejó marcado con una pena que se tornó en anécdotas inquietantes.
Una de las más memorables ocurrió durante su estancia en la universidad. Oscar, entonces un joven de espíritu indomable y rostro iluminado por la curiosidad despertó el interés de un compañero llamado Edward, un estudiante de literatura cuyas miradas cómplices tan a menudo cruzaban el aula. La admiración creció entre ellos, y sus conversaciones se tornaron en confidencias al caer la noche, donde la mutua atracción encontraba su expresión en la emoción contenida. Sin embargo, su historia se detuvo abruptamente en una fiesta de graduación.
Esa noche, rodeados de la algarabía de sus compañeros, Oscar se atrevió a acercarse a Edward y, en un ardoroso acto de valentía, le confesó sus sentimientos. La respuesta, sin embargo, lo dejó helado. Edward, con la voz temblorosa y la mirada esquiva, se disculpó. "Oscar, lo siento, tú sabes que esto no se puede," murmuró, antes de deslizarse entre la multitud. El peso del rechazo lo aplastó. Oscar comprendió, en ese instante doloroso, que su amor, puro y sincero, no podía emerger victorioso en el contexto de una sociedad que cerraba los ojos ante el amor entre hombres.
Esta experiencia, aunque devastadora, no fue la última que vivió. Hubo otro joven, un artista llamado Julián, cuya risa era música para Oscar. Se sentaron juntos en cafés, compartiendo sus sueños y anhelos, incluso cultivando la idea de una vida juntos, lejos del juicio del mundo. Pero cuando Oscar se atrevió a hablar de una posible relación más allá de la amistad, Julián se convirtió en un cuadro incompleto, insistiendo en que prefería que su amistad permaneciera, según sus palabras, "en la seguridad del arte". Sentía temor a los prejuicios que acechaban en el horizonte, y así, Oscar aprendió que el miedo propio de la revelación a menudo se disfrazaba de cautela.
Del mismo modo, la historia de Adrián Breyer no estaba exenta de tropiezos y decepciones en el ámbito amoroso. Aunque su juventud estaba marcada por la energía y
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las promesas, la exploración de su identidad se veía obstaculizada por el peso de las expectativas familiares y sociales. Adrián había sentido desde pequeño la presión de su padre y su familia para encajar en una imagen madura de masculinidades hegemonizantes. Sin embargo, la chispa que siempre había brillado en sus ojos se sentía reprimida al final de cada interacción.
Un episodio particular se presentaba ante su mente con innegable claridad. En su segundo año de estudios, conoció a un chico llamado Mark, un joven carismático que, como Adrián, se encontraba en una búsqueda de su propio camino. Compartieron risas, confidencias y también un par de escapadas a parques solitarios donde expusieron sin ningún filtro sus más íntimas inquietudes. A medida que su amistad crecía, Adrián comenzó a sentir una atracción profunda hacia Mark, que lo hacía vibrar de deseo y esperanza. Sin embargo, cuando se planteó la idea de dar el siguiente paso hacia una relación romántica, la respuesta de Mark fue cortante.
“Adrián, te aprecio muchísimo, pero no puedo arriesgar mi reputación,” confesó Mark en el ocaso de una tarde, mientras la luz se desvanecía de sus ojos a medida que pronunciaba aquellas palabras.
Adrián experimentó la desdicha, sintiendo el mismo peso de desilusión que había sentido Oscar años antes. Desde esa conversación, el joven se sintió prisionero de su propia imaginación, errando en un laberinto de desesperanza amorosa, su corazón agobiado por la sensación de perder una conexión auténtica debido a la presión del juicio ajeno.
Ambos jóvenes, Oscar y Adrián, se hallaban inmersos en un ciclo de vulnerabilidades y desilusiones, y cada fracaso amoroso se convertía en lecciones que, aunque dolorosas, les enseñaban sobre el valor de la verdad y la búsqueda incansable de su propia voz. Tanto Oscar como Adrián sabían que el amor no se manifestaba de la misma manera que el deseo físico y que el verdadero desafío yacía en el atrevimiento de ser ellos mismos en una sociedad que no siempre respondía con beneficencia al llamado de sus corazones..Si la introducción al libro fue de tu agrado solicita un ejemplar.
Capítulos
- Atracción a primera vista
- No debería enamorarme
- Solo espero que mi corazón diga cuando
- Desmoralizados
- El despido
- Cuando Dios cierra una puerta abre una ventana
- No voy a ocultarme
- Suficientemente hombre para aceptarme
- Condicionantes de almas
- Ahora lo comprendes?
“Pasiones desordenadas” fue publicada el 25 de Mayo del 2024 por la editorial Vibras y está disponible en una variedad de formatos para satisfacer las preferencias de todos los lectores, incluyendo E-book, audio y papel. La novela ha trascendido fronteras, con traducciones a 25 idiomas, lo que refleja su alcance global y permite a una audiencia internacional experimentar este viaje a través del terror psicológico, todo bajo la pluma del talentoso autor Marcos Orowitz.”