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Una pequeña historia de amor

A little love story

Nos complace presentar dos excepcionales obras literarias que han capturado los corazones de miles de lectores antes de ser lanzada a la venta: "Una pequeña historia de amor" y "Esas cosas que no decimos". Estas novelas, orientadas a las nuevas generaciones, narran historias de romance que conectan profundamente con lectores de todo el mundo.

Escritas en tan solo tres meses, ambas novelas pertenecen al mismo género literario y se comercializan juntas, formando un dúo irresistible para aquellos que buscan identificarse con historias que reflejan vidas comunes con un toque extraordinario. Los personajes y las historias representan roles cotidianos que resultan familiares y profundamente significativos, ofreciendo perspectivas que podrían asemejarse a experiencias propias. El objetivo es que el lector encuentre en estas páginas momentos de conexión genuina que resalten factores sociales y emocionales relevantes.

Edición limitada y distribución global

Estas obras se presentan como ediciones limitadas, con 214 páginas cada una, en su versión original del autor. Creyendo firmemente en la necesidad de facilitar la lectura para las nuevas generaciones, el autor ha optado por novelas concisas y accesibles, ideales para mantener la atención en tiempos actuales. Además, están disponibles en diferentes formatos, incluyendo el audiolibro, que ha sido el preferido por los lectores, y se distribuyen libre de impuestos en más de 25 idiomas y a nivel mundial.

El adiós de un autor

Cabe destacar que estas novelas marcan el final de la carrera literaria del autor, quien, debido a circunstancias difíciles relacionadas con la industria editorial y a su experiencia personal con ataques y controversias derivadas de algunos de sus libros, tomó la decisión de retirarse del mundo de la literatura. La naturaleza controversial de ciertos títulos despertó el interés y la crítica de sectores conservadores, religiosos y políticos, generando desafíos significativos que él enfrentó con valentía.

Con estas novelas, el autor deja un legado lleno de sensibilidad, creatividad e impacto cultural. "Una pequeña historia de amor" y "Esas cosas que no decimos" representan su última contribución al arte literario, plasmando su pasión y dedicación en cada página.

Gracias por elegirnos En nombre del equipo detrás de estas obras, agradecemos profundamente tu interés y apoyo durante nuestro acompañamiento al autor Marcos Orowitz, Es un honor compartir contigo estas historias que, sin duda, dejarán una huella especial en tu vida.

EDTV Virtual


Cortesía del texto: EDTV

Capítulo 1: Reviviendo al amor

Pagina 4 y posteriores

Prologo

«Te juro que ni por todo el dinero y la comodidad del mundo me perdería esta aventura contigo». Esas palabras quedaron grabadas como un eterno juramento en los confines de mi alma, una promesa sellada en lo más profundo de mi ser. Desde hace un tiempo, los vestigios del pasado han comenzado a emerger inesperadamente, trayéndome de vuelta al momento exacto en que Alejandro, mi primer amor, enfrentó la encrucijada más decisiva de su vida: abrazar un futuro incierto lejos del país o permanecer a mi lado.

Recuerdo aquella tarde como si fuera ayer, impregnada de esa melancolía dulce y cruel que acompaña las despedidas. Caminábamos juntos por las calles de la ciudad, buscando respuestas entre sus adoquines antiguos, tratando de descifrar por qué el amor que da sentido a tu existencia puede ser, al mismo tiempo, el dolor más grande al separarse. En aquel instante, cuando el sol comenzaba a teñir el cielo con tonos de nostalgia y el viento despacio muy despacio revelaba secretos que solo él conocía, sentí el peso de una pregunta que me había atormentado durante semanas. Por fin, encontré el coraje para liberarla del rincón más oscuro de mi corazón.

"Quiero preguntarte algo, Alejandro, y quiero que seas completamente honesto", dije con la voz quebrada por la incertidumbre. Mis ojos buscaron los suyos, ansiosos por descubrir la verdad que hasta ese momento había temido enfrentar. "¿De verdad estás enamorado de mí?"

Su mirada, cálida y atormentada, se perdió entre las siluetas de los edificios que nos rodeaban, como si buscara en ellos la fortaleza para responderme. Era un momento decisivo, uno que definiría no solo nuestro futuro, sino también la esencia de quienes éramos en ese instante de nuestras vidas.

Entonces se detuvo. Se colocó frente a mí, mirándome fijamente a los ojos, y pronunció esa frase que me desarmó por completa. En ese instante, su respuesta marcó un antes y un después en mi vida."

Sabes, si te detienes a pensarlo, hoy estas palabras podrían sonar como el recuerdo de una mujer de otra época, de tiempos en los que decir "te amo" no era solo un juego para llevar a alguien a la cama. Esas palabras, querida amiga, tenían un peso considerable, no solo en los recuerdos, sino también en nuestro corazón. Era como un golpe seco en la cabeza que te obligaba a despertar, a luchar por descubrir la verdad detrás de esa relación que empezaba a gestarse, construyendo dentro de ti un camino de ida, donde el regreso quizás era solo un mal augurio.

Pero no importaba. En ese momento, nada parecía más hermoso que estar a su lado. Juro que junto a él perdía la noción del tiempo y la realidad. ¿Te ha pasado alguna vez? ¿Has sentido que, estando con la persona indicada, las cosas que te molestaban simplemente desaparecían? Como si, en ese preciso instante, no tuvieran permiso para ocupar un espacio en tus pensamientos.

El amor tiene formas misteriosas de manifestarse, y yo no era la excepción. Estaba enamorada, profundamente, y eso significaba estar totalmente sumergida en esta historia. Me sentía navegando en un mar de ilusiones, disfrutando del viaje. Por primera vez, era la protagonista de esta novela romántica, la otra mitad, la intérprete. Escribía mi historia en las páginas de la vida, con detalles y sin temor a equivocarme. De los errores aprendía, y eso me fortalecía.

Porque de eso se trata el amor, ¿no? De conocerte a ti misma antes de conocer al otro. ¿Cómo podrías unirte a alguien más si no entiendes quién eres primero?

Sé que esta historia puede parecerte cursi, querida amiga. Quizá te cuesta entenderla por tu edad, por ser parte de generaciones emergentes, donde las mujeres tienen nuevas formas de presentarse al mundo. No digo que sean menos femeninas, ni mucho menos. Pero hace algún tiempo, estar enamorada era realmente importante para mujeres como yo. Era como vivir el guion de una película, enfrentando desafíos que no siempre eran fáciles.

Los hombres, tanto en el pasado como ahora, no han cambiado demasiado, y probablemente se deba a las tonterías que consumen en sus ratos libres. Podría escribir páginas enteras sobre el mundo virtual que ocupa sus cabezas, pero sería inútil. Entonces habría que escribir otras tantas páginas sobre nosotras y nuestra obsesión por relaciones perfectas; por relaciones que, incluso en las dificultades, muestran empatía.

Una mujer podía identificar rápidamente lo que sentía porque su corazón le enviaba señales al cuerpo, incluso a su organismo. Tenía una especie de radar interno que detectaba lo que le hacía bien o mal.

No existían inteligencias artificiales para sugerir el candidato perfecto ni temas psicológicos accesibles en tiempo real como ahora. Eran otros tiempos. Era intuición femenina. Era luchar por lograr algo parecido al amor.


Con esta pequeña introducción, te invito a conocer a la protagonista de esta aventura. Más allá de si decides calificar esta obra con un pulgar arriba o uno abajo, solo te pediré algo: que, al terminarla, te tomes un minuto, en silencio, para reflexionar. Piensa en esas cosas que, tal vez, puedan servirte como ejemplo de vida.


Capítulo 1: Reviviendo al amor


Mi nombre es Emma, y quiero contarte mi historia desde el principio. Vamos a remontarnos mágicamente al año 2000. Cuando yo tenía 17 años y acababa de terminar la preparatoria en el colegio Nuestra Señora de la Misericordia, una institución privada de enseñanza católica mixta en la zona norte del Gran Buenos Aires. Obtuve mi título de bachiller, pero no hubo fiestas ni celebraciones.

En mi familia el dinero no sobraba, y esa aclaración es importante. Mi educación en esa institución fue costosa, un sacrificio enorme para mis padres. En esa época, nuestro país estaba sumido, una vez más, en la miseria, cortesía de los políticos de turno. La economía de mi hogar dependía de un único ingreso, y no era precisamente un salario que permitiera lujos o escapadas de fin de semana. ¡Para nada! Lo nuestro era “economía de guerra”, como decía mi madre.

Mi madre, una mujer de cuarenta años con un carácter afable, trabajaba como administrativa en Kellogg's, una multinacional estadounidense reconocida por su producción de alimentos para el desayuno, como cereales y galletas. Fundada en 1906 por Will Keith Kellogg en Battle Creek, Míchigan, la empresa ha crecido hasta convertirse en líder mundial en su sector. Gracias a la bondad del Altísimo, aún mantenía su empleo.

Mi padre, en cambio, era un ex empleado del Correo Argentino, la empresa estatal encargada de los servicios postales en Argentina. Durante una década, trabajó en el área logística, cumpliendo con responsabilidad cada una de sus tareas. Pero una mañana, la misma empresa que le había dado trabajo le envió un telegrama. Breve, escueto, casi sin palabras, ese mensaje contenía su despido.

Nunca imaginé que el destino me pondría frente a aquel telegrama. Yo misma firmé la entrega, y aunque sabía lo que decía, la culpa me obligó a abrir el sobre en la cocina, cuchillo en mano, con una precisión deliberada. Al leer su contenido, entendí que ese momento marcaría un antes y un después. Mi familia cambiaría para siempre.

Mi padre siempre fue un hombre lleno de energía, incapaz de permanecer inactivo por mucho tiempo. Para él, el descanso de los fines de semana no era simplemente un momento de reposo, sino un premio que se debía ganar tras días de arduo trabajo. En esos días, encontraba verdadera alegría en las pequeñas cosas: reunirse con sus amigos en el comedor para debatir apasionadamente mientras gritaban y alentaban a su equipo favorito, River Plate; alquilar películas en CD, especialmente aquellas basadas en hechos reales y, si eran nacionales, disfrutarlas con doble entusiasmo; y acompañarme a la plaza para volar un barrilete, andar en bicicleta o en patines, y correr juntos como si el mundo no tuviera preocupaciones.

Su vida siempre giró en torno a preservar un legado familiar profundamente arraigado: el deber de trabajar sin descanso para garantizar que nunca faltara el pan sobre nuestra mesa. Era un hombre que encontraba significado en mantenerse ocupado, en cuidar de los suyos, y en vivir plenamente cada momento que podía compartir con su familia.

Reuní todo mi coraje y fui hasta su habitación. Golpeé la puerta con la carta en mano. Cuando finalmente la recibió, su rostro mostró una mezcla de miedo e incredulidad. Tal vez pensó que todo era una broma cruel, ajena a mi naturaleza.

Pasaron varios minutos. Ansiosa y preocupada, me acerqué de nuevo y golpeé otra vez. Apenas susurré: —Papá, ¿está todo bien?

Él abrió la puerta lentamente. Asomó su rostro pálido, sin atreverse a mirarme a los ojos. Con voz apagada y quebrada, respondió: —Esta vez viajas sola, hija… esta vez viajas sola.

Di media vuelta, sabiendo que insistir en ese momento solo agravaría la situación. Caminé hacia la estación de trenes de San Fernando para dirigirme al Liceo Cultural Británico, donde asistía tres veces por semana. Ese año tenía planeado aplicar al examen Cambridge First Certificate. Una prueba costosa que se paga en dólares. Durante el trayecto, mis pensamientos eran un torbellino. No podía evitar preguntarme cuánto más aguantaríamos con esta interminable política de ajustes y despidos que golpeaba a nuestro país día tras día.

En ese contexto, no sorprende que la vida fuera una batalla diaria. Para el año 2001, el país había llegado al colapso: 8 millones de desocupados y 185 mil fábricas cerradas. La gente salía a las calles a romper todo, intentando sobrevivir del infierno en el que estábamos atrapados.

Pero, incluso en tiempos de guerra, el amor siempre encuentra la forma de renacer, como el ave fénix. Y ahí empieza mi historia.

Una tarde de febrero de 2001, pleno verano, acompañé como de costumbre a mi prima Sandra a Munro, una ciudad en la localidad de Vicente López, dentro del conurbano bonaerense. Alguna vez, Munro había sido la capital de la indumentaria; sus calles estaban llenas de marcas reconocidas con vidrieras brillantes que atraían a transeúntes ansiosos por comprar. Pero ese verano todo era distinto.

Cuando bajamos del colectivo, no lo podíamos creer. Lo que antes había sido una maquinaria comercial inagotable, ahora era un desierto de negocios cerrados y calles vacías.

—Te lo dije, tonta. Esto sería un cementerio —dijo Sandra, con desilusión.

—No importa —respondí—. En alguno de estos negocios vamos a encontrar esa pollera de jean. ¡Te lo juro!

Caminamos por la avenida Bartolomé Mitre en dirección a la capital, recorriendo los pocos comercios que aún seguían abiertos. La crisis había golpeado a todos, y los saqueos eran parte del caos diario. Comercios de electrodomésticos, restaurantes, ropa... nada se salvaba de esa ola de robos.

Una horda de gente, similar a los zombis de "The Walking Dead", recorría día y noche la ciudad buscando lo que fuera. Se habían organizado en agrupaciones que los medios denominaban "piqueteros". No había redes sociales entonces, pero los periodistas se encargaban de enardecer al público con imágenes de esta gente, aumentando la violencia hacia los políticos que, por supuesto, permanecían escondidos, temiendo lo peor.

Esa tarde, la ciudad no tenía la presencia de esos "zombis", pero los signos de violencia eran evidentes. Los comercios cerrados mostraban señales de saqueos y destrucción. Los pocos que aún resistían atendían con las puertas cerradas y solo permitían entrar a quienes mostraban dinero en efectivo o un documento de identidad.

El calor sofocante del verano parecía abrazar cada rincón de la ciudad mientras Sandra y yo seguíamos recorriendo los pocos negocios que aún resistían. Los escaparates eran más modestos que antes, muchos deteriorados por el tiempo y la falta de recursos. Sin embargo, había algo en aquella ciudad que aún mantenía viva cierta esperanza, una chispa pequeña, que se negaba a apagarse.

Fue entonces cuando, después de varios intentos fallidos, Sandra señaló un local pequeño, casi escondido entre los demás. El cartel apenas se leía, pero las puertas estaban abiertas.

—Ahí puede ser. Vamos, Emma —dijo, con un leve entusiasmo.

Al entrar, lo primero que llamó nuestra atención fue el aire fresco de un ventilador viejo que giraba lentamente en la esquina del local. Y luego lo vimos. Detrás del mostrador estaba Alejandro. Tenía un aire despreocupado, pero sus movimientos eran seguros. Su sonrisa, amable y sincera, iluminaba un rostro bien definido que, según Sandra, era “más que agradable a la vista”.

—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlas? —preguntó con una voz clara, pero suave.

Sandra se adelantó, como siempre, y comenzó a explicarle lo que buscábamos: una pollera de jean, ni más ni menos. Mientras ella hablaba, yo me quedé mirando a Alejandro, notando detalles que me hacían sentir extrañamente cómoda: sus manos ágiles, su ropa sencilla pero limpia, y la manera en que escuchaba con atención, como si cada palabra fuera importante.

—Creo que tengo algo que les puede interesar —dijo finalmente, y se dirigió hacia un estante en el fondo.

Sandra me empujó levemente con el codo.

—¿Verdad que es lindo? —murmuró, con una sonrisa traviesa.

Yo sonreí de vuelta, pero no le respondí. Algo en mí ya estaba cautivado.

Alejandro regresó con una prenda en la mano, una pollera de jean justo como la que buscábamos.

—¿Qué opinan?

Mientras Sandra se apresuraba a evaluar el diseño y la talla, yo me quedé ahí, mirándolo y sintiéndome fuera de lugar, como si el resto del mundo se hubiera desvanecido por unos momentos.

Después de pagar, Alejandro comenzó a hablar conmigo. No sé cómo empezó, pero en cuestión de minutos ya estábamos intercambiando opiniones sobre música, películas y lo difícil que era ser joven en esos tiempos tan inciertos. Sandra, discreta como pocas veces, se mantuvo ocupada revisando otras prendas, dándome espacio.

Alejandro mencionó que trabajaba en ese local para ayudar a su familia. Su padre había perdido su empleo hacía años, igual que el mío, y aunque la situación era complicada, él trataba de mantener una actitud positiva.

—A veces siento que estamos sobreviviendo más que viviendo, pero supongo que eso también tiene su belleza —dijo, mientras acomodaba la caja registradora.

Sus palabras resonaron en mí, y por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien entendía lo que estaba pasando en mi vida, en mi país.

Cuando llegó el momento de irnos, Alejandro se armó de valor y, con una sonrisa nerviosa, me pidió mi número.

—Me encantaría hablar contigo otra vez, si estás de acuerdo —dijo, intentando parecer casual, pero sus ojos reflejaban cierta ansiedad.

Lo pensé. En aquel entonces, los teléfonos celulares eran un lujo, y nuestro teléfono fijo era casi sagrado en casa. Pero algo en mí quería darle esa oportunidad.

—Está bien —respondí finalmente, escribiendo el número de mi casa en un pequeño papel y entregándoselo.

Mientras salíamos del local, Sandra me miró con una expresión divertida.

—Sabía que te iba a gustar.

Yo no respondí. Mi mente estaba ocupada en otra cosa: en esa sonrisa, en esa voz, en la posibilidad de algo nuevo y hermoso en medio del caos.

Cuando Sandra y yo llegamos a casa, el sol estaba empezando a caer, tiñendo las calles de un color anaranjado que reflejaba el calor del día. Mi madre estaba en la cocina, preparando la cena con esa energía inagotable que siempre la caracterizaba, mientras mi padre estaba en el comedor, sentado junto al teléfono fijo, ese viejo aparato que parecía ahora el centro de su rutina.

El teléfono había cobrado una nueva importancia en nuestro hogar. Desde que mi padre perdió su empleo en el Correo Argentino, se aferraba a la esperanza de que sonara con buenas noticias. Cada vez que el timbre resonaba, su rostro cambiaba; primero se iluminaba con un destello de expectativa, pero luego volvía a apagarse cuando era solo un llamado banal.

Esa noche, después de cenar, me encerré en mi habitación mientras Sandra se quedó hablando con mi madre en la cocina. Entre los murmullos que llegaban desde el otro lado de la casa, yo no podía dejar de pensar en Alejandro. Su sonrisa, su voz, la forma en que sus ojos se habían detenido en los míos mientras hablábamos, todo seguía dando vueltas en mi cabeza.

Miré hacia la puerta, asegurándome de que estaba cerrada, como si tuviera miedo de que mis pensamientos fueran descubiertos. ¿Y si llamaba? ¿Cómo iba a responder sin que mi padre lo notara? ¿Y si él atendía? Mi mente buscaba soluciones, pero cada idea parecía llevarme a un callejón sin salida.

Por un momento, consideré no darle importancia. Era solo un número, solo un papel. Pero al recordar la forma en que Alejandro me había mirado, algo dentro de mí se negó a dejarlo ir.

La noche avanzó y yo seguía despierta, mirando el techo y escuchando el silencio de la casa. Podía oír a mi padre en la sala, todavía sentado junto al teléfono. Mi madre pasó a su lado y le dijo algo en voz baja, pero él solo respondió con un gesto, sin moverse de su lugar.

Esa imagen me llenó de angustia. La desocupación había puesto una sombra sobre nuestra casa, una tensión que era difícil ignorar. Y ahí estaba yo, preocupándome por un posible llamado de un chico mientras mi padre esperaba ese milagro que nunca llegaba.

Finalmente, decidí que, si Alejandro llamaba, tendría que ser rápida, estratégica. Podría decirle que llamara en un horario específico o que dejara un mensaje si no lograba hablar conmigo. Pero incluso esas ideas parecían arriesgadas.

Cuando el reloj marcó la medianoche, cerré los ojos e intenté dormir, aunque mi corazón seguía latiendo rápido. Pensé en Alejandro, en sus palabras, en ese momento en el que, por un instante, el caos del mundo se había detenido.

El amor, incluso en medio de las ruinas, seguía encontrando formas de hacerse sentir.

El amanecer llegó cargado de una inquietud palpable. Desde temprano, las voces de los noticieros inundaban la casa con noticias de una realidad cada vez más desgarradora. Las imágenes en la pantalla mostraban caos: manifestantes enfrentándose a las fuerzas policiales, calles cubiertas de humo y fuego, edificios con ventanas rotas y gente corriendo entre gritos. Buenos Aires parecía una escena sacada de una revolución histórica, evocando al emblemático Primero de Mayo francés.

Mi padre, sentado en su silla junto al teléfono, observaba la televisión con el ceño fruncido. Mi madre entraba y salía de la cocina, lanzando comentarios sobre cómo el país estaba en caída libre. Yo trataba de concentrarme en mi desayuno, pero era imposible ignorar la pesadez de la atmósfera.

—Voy a salir a comprar algo de pan antes de que las cosas se pongan peor —dijo mi padre de repente, levantándose de su lugar.

Antes de que mi madre pudiera responder, ya estaba agarrando las llaves y saliendo por la puerta. Sabía que esos momentos de actividad, por pequeños que fueran, le daban un respiro de la frustración de estar desempleado.

El silencio que dejó su partida fue interrumpido solo por el murmullo de la televisión. Me quedé un rato más en la mesa, perdida en mis pensamientos. Pero entonces, el sonido del teléfono rompió la monotonía.

Me congelé. Había pasado toda la noche pensando en esta posibilidad, planeando diferentes formas de reaccionar. Miré hacia la cocina, asegurándome de que mi madre estaba ocupada, y luego me levanté lentamente para contestar.

—¿Hola? —dije, con un nudo en la garganta.

—Hola, Emma. Soy Alejandro.

Su voz era inconfundible, y sentí que una oleada de nerviosismo y alegría me recorría el cuerpo. Respiré hondo, tratando de mantener la calma.

—Hola, Alejandro —respondí, intentando que mi tono sonara casual.

—Espero no estar molestando... Quería saber cómo estabas, cómo había ido todo ayer después de salir del negocio.

—Bien, todo bien —contesté, mientras me alejaba un poco de la cocina para evitar que mi madre escuchara—. Gracias por preguntar.

—Me alegra saberlo —dijo, con una calidez que atravesó la línea telefónica—. La verdad es que no dejaba de pensar en nuestra conversación. Fue... especial.

Sus palabras hicieron que mis mejillas se encendieran. Había algo en su tono que me hacía sentir cómoda y vulnerable al mismo tiempo.

—Yo también lo pensé —confesé, sorprendida por mi propia honestidad.

Hablamos por varios minutos, intercambiando opiniones sobre los eventos que ocurrían en el país, nuestras familias y pequeños detalles de nuestras vidas. Alejandro tenía una forma de escuchar que me hacía sentir importante, como si cada palabra que decía tuviera valor.

—Espero no haberte puesto en problemas al llamar —dijo de repente, con cierta preocupación—. Sé que los teléfonos son importantes en estos momentos oscuros que atraviesa el país y que tu familia podría necesitarlo.

—No te preocupes, todo está bien —respondí, aunque sentía un leve hormigueo de nervios ante la posibilidad de que mi padre regresara en cualquier momento.

—Bueno, no quiero robarte mucho tiempo. Solo quería saber si te gustaría que nos veamos de nuevo... para charlar, o no sé, tomar algo.

Mi corazón dio un vuelco. No era común que alguien fuera tan directo, y mucho menos en tiempos donde todo parecía tan incierto.

—Sí, me gustaría —dije, después de una breve pausa.

—Perfecto. Entonces hablamos pronto para coordinarlo. Gracias por darme tu tiempo, Emma.

—Gracias a ti por llamar —respondí, con una sonrisa que, aunque él no podía ver, sabía que estaba ahí.

Colgué el teléfono justo a tiempo, antes de que mi madre saliera de la cocina. Mi pecho seguía subiendo y bajando rápido, como si hubiera corrido una carrera. Sabía que esto era apenas el comienzo de algo, aunque en ese momento no podía prever qué tan lejos llegaría.

Cuando mi padre regresó unos minutos más tarde, cargado con un par de bolsas de pan y algo de fruta, el teléfono volvió a su posición de guardián silencioso, esperando la llamada que él tanto anhelaba. Pero ahora, para mí, había adquirido un nuevo significado: era el puente que conectaba dos mundos, el mío y el de Alejandro, en medio de un país que parecía desmoronarse a pedazos.

Los días en mi casa giraban en torno a una rutina sencilla, pero siempre marcada por el esfuerzo incansable de mis padres. Papá, incluso en la adversidad, seguía siendo un pilar en nuestra familia. Aunque el desempleo lo había golpeado con fuerza, nunca perdió la dignidad. Mamá, por su parte, se mantenía firme, trabajando largas horas en la oficina y asegurándose de que la casa funcionara como debía.

En aquellos tiempos, se respetaba profundamente la figura de los padres. No era un respeto impuesto por miedo o autoridad, sino uno nacido de la admiración por su lucha diaria. Los padres representaban fortaleza, sacrificio y amor incondicional. Ese respeto no era sumisión, sino gratitud por su compromiso con el bienestar de la familia.

A menudo, este pensamiento me llevaba a recordar a mi prima lejana Marcela. Era casi un tema tabú en las conversaciones familiares, pero su historia siempre rondaba las sobremesas en las reuniones. Marcela era la oveja negra, no porque fuera mala, sino porque había decidido desafiar abiertamente las normas familiares.

Marcela, apenas dos años mayor que yo, era conocida por su carácter fuerte y su afán por demostrar que no necesitaba a nadie, mucho menos a sus padres. En cada reunión familiar, encontraba la forma de desacreditar a su madre y padre, criticando sus consejos y tratando sus advertencias como si fueran reliquias de un pasado obsoleto.

—Esos tiempos en los que ustedes vivieron ya no existen. Ahora uno hace lo que quiere y vive como quiere —decía, mientras los mayores suspiraban con resignación.

En su afán por demostrar su autosuficiencia, Marcela comenzó a tomar decisiones apresuradas, sin escuchar a nadie. Con el tiempo, dejó de asistir a las reuniones familiares y parecía estar cada vez más distante. Solo volvíamos a saber de ella cuando alguien mencionaba cómo sus aventuras la habían llevado por caminos difíciles.

Dos años más tarde,  Marcela apareció de improviso en una fiesta familiar, con un rostro cansado y un niño pequeño aferrado a su falda. Había tenido un hijo con un hombre que, según sus propias palabras, "era un espíritu libre". Ese hombre desapareció al poco tiempo de nacer el niño, dejándola sola, enfrentándose al mundo con una carga que no esperaba.

Esa noche, entre risas y anécdotas, nadie hizo preguntas incómodas. Solo se escucharon palabras de ánimo y apoyo. Pero detrás de las miradas comprensivas, se sentía una reflexión profunda sobre las advertencias que sus padres le habían dado, y cómo estas, quizás, habrían podido cambiar su destino.

Marcela, para bien o para mal, terminó siendo un ejemplo de las consecuencias de ignorar a quienes realmente deseaban su bienestar. Y aunque su vida tomó un giro diferente, nunca dejó de ser parte de la familia. Sus padres, con lágrimas en los ojos, la recibieron de vuelta, aceptándola como siempre lo habían hecho.

Pensando en su historia, me di cuenta de algo importante: el respeto hacia los padres no era una imposición. Era una forma de reconocer que, aunque no fueran perfectos, sus intenciones siempre eran buenas. Ellos no buscaban controlarnos, sino protegernos de las tormentas que ellos ya habían enfrentado.

Esa tarde, mientras ayudaba a mi padre a lavar los platos, recordé lo agradecida que estaba por su sacrificio, por su amor, y por esa fortaleza que parecía inquebrantable, incluso en tiempos tan difíciles. Fue un recordatorio de que, aunque el mundo se estuviera cayendo a pedazos, el corazón de una familia podía seguir latiendo con fuerza… Si está pequeña introducción a la novela te ha gustado no dudes en solicitar un ejemplar.

Capítulos

  1. Reviviendo al amor
  2. Considérate
  3. Nunca cerré los ojos
  4. Las manos húmedas
  5. Solo deseo lo mejor para ti
  6. Eso se llama amor
  7. El otoño más largo y triste
  8. Quisiera que fuera un sueño
  9. Se que regresará
  10. Mi vida sin ti

"Una pequeña historia de amor" fue publicada el 1 de Mayo del 2025 por la editorial Vibras y está disponible en una variedad de formatos para satisfacer las preferencias de todos los lectores, incluyendo E-book, audio de 214 paginas, La novela ha trascendido fronteras, con traducciones a 25 idiomas, lo que refleja su alcance global y permite a una audiencia internacional experimentar este viaje a través del terror psicológico, todo bajo la pluma del talentoso autor Marcos Orowitz y la remasterización de Martina Olivera."

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