Un rey sin corona

Es una novela corta de terror político escrita por Marcos Orowitz que jamás encontró refugio en una editorial tradicional. Rechazada por más de 32 casas estadounidenses debido a la naturaleza incendiaria de su argumento, la obra fue condenada al margen del mercado literario formal.
Sin embargo, lejos de apagarse, encontró su cauce en los rincones más sombríos de Sudamérica: se publicó de forma limitada en papel sencillo y como E-book de 176 páginas, circulando en plataformas como la Deep Web y foros alternativos de Reddit y modulo 64, Fue un obsequio crudo y deliberado que el autor entregó a sus primeros seguidores el 31 de enero de 2018.

2018 cover, author's version
Solo se distribuyeron 2000 ejemplares. Hoy, aunque su portada ha cambiado gracias al ingenio de los colaboradores en linea la esencia permanece intacta, pues las historias son parte de un legado que no necesito actualizarse, pues créanme que siempre estuvo ahí. un testimonio implacable del miedo, la locura, la mentira. el poder y la paranoia que se funden en cada página, mientras la gran población americana se divierte y goza en la gran Babilonia.
Dejamos en claro que el autor no participa del cambio de la portada.
Introducción Cortesía: Versión del autor[]
Traduce Ingles / Español Latam: Rossana Oyanarte
Capitulo Nro : 8 El ascensor de Mar-A-Lago
Total de paginas: 179
Prólogo:[]
Antes de descender en esta historia —hecha de pasillos sin salidas, puertas que crujen con nombres reales y muros que sangran sin mancharse— conviene mirar atrás. No por nostalgia. Tampoco por justicia. Sólo para comprender en qué momento Estados Unidos dejó de tener memoria… y aprendió a enterrar vivos sus secretos.
No es una cronología. Es una herida que no cerró. Pero intentaremos nombrarla, año por año.
Donald John Trump nació un caluroso 14 de junio de 1946, entre los ladrillos grises de Queens, Nueva York, en el seno de una familia que no jugaba a perder. Su padre, Fred Trump, era un constructor meticuloso y ambicioso, habituado a ver el mundo en parcelas y cifras. Ese legado —de cemento, contratos y visión mercantilista— fue lo que Donald heredó al entrar en los años 70. Pero lo que hizo con él fue algo completamente distinto: convirtió un negocio familiar en un espectáculo de luces y espejos.
Donde su padre veía planos, él veía dorado. Donde había una propiedad, él construía una marca. Trump se transformó en una figura omnipresente, no solo por sus torres y casinos, sino por su habilidad para hacer de sí mismo un personaje. El libro The Art of the Deal, publicado en 1987, lo elevó a la categoría de mito empresarial; y más tarde, The Apprentice (2004–2015) selló su rostro en la conciencia colectiva como el rostro del éxito implacable.
Aunque nunca había ocupado un cargo público, Trump orbitaba la política desde los años 80. Movía dinero entre campañas demócratas y republicanas con la naturalidad de quien apuesta sin lealtades. En 1988, en el 2000, en 2012 —siempre había una insinuación, una coqueteo con el poder. Pero fue recién entrada la década de 2010 cuando el tono cambió: su voz, antes marginal, se volvió hostil, cargada, directa.
Al asumir la bandera del llamado “birtherism” —una teoría sin pruebas que cuestionaba la ciudadanía de Barack Obama— ganó notoriedad entre ciertos sectores conservadores que veían en él lo que otros no se atrevían a decir.
La consagración llegó en 2012, cuando participó como estrella en la CPAC. Allí ya no fue el magnate pintoresco, sino el mensajero de un descontento más profundo. Y para 2015, con una retórica nacionalista, una postura frontal contra la inmigración y una estética populista premeditada, Donald Trump dejó de ser un espectador y se colocó en el centro del escenario político, justo donde siempre pareció pertenecer.
1973. El gobierno federal demanda a la empresa familiar de Donald Trump por negarse a alquilar a personas afroamericanas. Es el primer roce con la justicia, y también el primero que no deja marcas.
1990. Su matrimonio con Ivana Trump explota en los tabloides. Acusaciones de maltrato, control y cláusulas de silencio llenan las páginas de revistas antes de desaparecer tras un cheque.
1992. Aparece Marla Maples. Lo llaman escándalo. En realidad, es sólo un cambio de rol en un guion que él mismo escribe.
2002. Sobre Epstein, Trump declara que es “un tipo fabuloso” y que le gustan las mujeres jóvenes. A nadie parece importarle.
2005. Se filtra un video donde presume de tocar a mujeres sin consentimiento. Ríe. Y después gana aplausos.
2015. Anuncia su candidatura. No se disculpa por nada. Y millones aplauden.
2016. La inteligencia norteamericana confirma que Rusia intervino en las elecciones. Nadie frena la victoria.
2019. Trump presiona a un presidente extranjero para ensuciar a su rival político. Es acusado. Y absuelto.
Ese mismo año, Epstein muere en prisión. Oficialmente, un suicidio. Extraoficialmente... bueno, ya es parte del folclore.
2020. Rusia vuelve a sembrar confusión. La democracia tiembla, pero no cae. Aún.
2022. Su imperio inmobiliario es hallado culpable por fraude. Se abren portones a la verdad... y alguien vuelve a cerrarlos.
2023. Un juez lo sanciona por usar el sistema judicial como arma política.
2024. Es declarado culpable por manipular documentación financiera. Otra corte lo responsabiliza por abuso sexual.
Ese mismo año, un nombre vuelve a aparecer: Ransome. Una amiga suya, una noche en la casa de Epstein. Otra voz que nunca fue escuchada a tiempo.
También en 2024: la sombra rusa vuelve. Esta vez no son hackers, son videos, amenazas, falsas alarmas… y el eco constante de una elección que parece escrita desde Moscú.
13 de julio de 2024. En un mitin en Pensilvania, un francotirador dispara contra Trump. La bala le roza la oreja. Sangre, caos, un puño en alto. El atacante muere. Él sobrevive. Y la imagen —ensangrentada, desafiante— se convierte en símbolo, en propaganda, en mito.
2025. Elon Musk —sí, él— rompe el pacto de silencio y acusa a Trump de estar implicado en los archivos censurados del caso Epstein. El presidente niega, pero no demanda.
La ruptura entre ambos sacude los mercados, los medios, y lo que quedaba de confianza ciega.
Junio de 2025. Se desata un infierno en Los Ángeles: redadas masivas, cuerpos en el suelo, gritos tapados por comunicados oficiales. El presidente ordena despliegue militar sin permiso del estado. Silencio federal. Ruido civil.
22 de junio de 2025. Bombardeo sobre Irán. Se destruyen instalaciones nucleares. Se enciende otro capítulo de historia, uno escrito con combustible y cinismo.
Y en medio de todo esto —ese barro que algunos llaman poder— se gestó esta historia. La que vas a leer.
No como crónica. Sino como advertencia.
117 EL ASCENSOR DE MAR-A-LAGO[]
Un descenso lento hacia la parte más sucia del alma.
No tenía botones. Eso fue lo primero que notaste. Ni piso 1, ni lobby, ni ático de cristal con vistas al infierno. Solo una caja dorada y vieja, con paredes de espejo sucio y música que no venía de ningún lugar. Un vals envenenado. Suave como un guante de seda, pero con un nudo dentro. Y tú, como todas las otras, lo sabías: no podías bajarte.
Fue Ghislaine quien te recibió. No vestía como madama, ni como proxeneta. Vestía como una institutriz cara. Llevaba la voz tan calibrada que ni el desprecio se escapaba. su fragancia era L'Eau par Kenzo, pero ese es un secreto entre tu y yo, no vamos a permitir que nadie lo sepa.
—No estás aquí por azar —dijo, sin mirarte—. El señor quiere conocerte.
El “señor” no tenía nombre todavía. Pero sabías a quién se refería. A él. Al anfitrión del sótano. Al hombre que hablaba casi con la boca cerrada y verdades enmascaradas. Ese que podía hacer desaparecer escándalos con una firma, y niñas con una copa de champán. Donald Trump no miraba directamente a los ojos. Observaba en silencio, como quien evalúa el estado de una mercancía antes de ofertar.
El ascensor bajó. El piso no vibraba, pero el estómago sí. Era como si cada metro hacia abajo desgastara tu nombre. Ya no eras tú. Eras “la nueva”. La traída de la semana. El deseo disfrazado de oportunidad.
Ghislaine te entregó una copa. No sabías lo que contenía, pero era dulce. ni siquiera te dejo decir "que no bebías" Su mirada intimidaba a todas incluso a ti, porque de saber lo que contenía esa copa no la hubieras aceptado.
Cuando las puertas se abrieron, el salón no tenía relojes. Solo cámaras apagadas. Y butacas de cuero donde Epstein ya te esperaba con las piernas cruzadas, como si no hiciera falta fingir, se llevaba la mano derecha debajo del mentón, al tipo le gustaba la carne fresca y el aroma que desprendían las hormonas de un cuerpo joven, femenino.
—Me dijeron que sabes comportarte —dijo—. Aquí, eso lo es todo.
Tú asentiste.
Mentiste.
Porque nadie que entra por ese ascensor está preparada.
Pero todos allí lo están para destruirla psicológicamente, te harán sentir una dama, una gema, el accesorio perfecto para el caballero mas acodalado, quizá sea un político! te gustan los políticos, ellos tienen conexiones y esas conexiones tienen pasarelas y esas pasarelas necesitan a jovenes mujeres como tu.
El pasillo tenía alfombra roja. Pero no era esa roja de galas y espectáculos, Era de un tono más profundo, más oscuro… como si alguien la hubiera teñido con vino, con sudor, con algo que no sale con químicos. Las luces eran cálidas, demasiado, como si el silencio quisiera que todo pareciera más íntimo. Más seguro. Más… doméstico.
Y sin embargo, las puertas eran todas iguales. Madera negra, pomos de latón, placas doradas sin número. Solo una línea grabada en cursiva que decía: “Confidencialidad es elegancia.”
Ghislaine caminaba delante de ti. Tacones suaves, perfume clínico, ya sabes cual!
Sonreía a ratos, como si lo que estaba por pasar fuera una cena. Como si tú no temblaras por dentro. Como si ese vestido prestado —ligeramente grande en el pecho— no hubiera sido usado antes por otra.
—Si te preguntan por tu edad —dijo sin girarse—, tú ríes. La risa lo cura todo.
Entraste a la habitación más próxima. No era lo que esperabas. No había cama. Había una silla frente a un espejo doble. Uno de esos que en realidad no reflejan: registran. Te sentaron allí.
Y entonces lo viste: la cámara detrás del cristal. Encendida.
—Son solo registros internos —susurró Ghislaine, ajustándote un mechón de cabello detrás de la oreja—. Para el archivo. Por seguridad, "pero tu eres hermosa y eso es lo único que importa en este momento" lo demás desaparecerá cuando el efecto de la bebida se meta en tus venas y arrojes a la pequeña pueblerina por la ventana....
En la pared, un retrato enmarcado mostraba a Donald Trump estrechando la mano de un príncipe árabe. Sonreía. En su firma, algo parecía borroso. Como si la tinta se negara a formar una palabra completa.
Nadie te dijo qué hacer. Solo esperaron. Epstein no estaba allí, pero su sombra se sentía. Como una regla ya dictada. Como una carta enviada antes de que tú nacieras.
En un rincón, un minibar ofrecía bebidas sin etiquetas. Tú elegiste agua. Quería mantenerte sobria. Sabías que si algo ocurría, y tu mente estaba clara, al menos podrías recordarlo con precisión. Aunque no quisieras.
Alguien tocó la puerta.
Ghislaine la abrió apenas. Y la voz grave del otro lado dijo, sin entrar:
—¿Lista?
Ella respondió por ti:
—Siempre.
Y te sonrió como si acabara de presentarte en una gala.
Pero tú sabías lo que eras.
Un número.
Un turno.
Una más.
No se escuchaba nada al cruzar el umbral, y sin embargo, sabías que adentro hablaban. No con palabras, sino con sonidos que se repiten sin grabarse: el zumbido de una cámara encendida, la vibración controlada de una lámpara fluorescente, el leve chasquido de una silla de cuero al recibir un cuerpo que aún se resiste.
Elise no entró sola. Ghislaine la acompañaba, como una anfitriona que no tocaba la cena, pero preparaba la mesa. Iba vestida como siempre: sobria, como si la austeridad ocultara el veneno. Cerró la puerta con una suavidad que dolía más que cualquier portazo.
El salón tenía paredes de vidrio opaco. No se podía ver lo que había detrás, pero se intuía. Sombras femeninas de pie, alineadas, como si esperaran su turno o hubieran olvidado cómo sentarse. Algunas con el rostro mirando hacia abajo. Otras inmóviles, observando sin parpadear.
En el centro, la silla morada. De respaldo alto, acolchada. Alrededor, tres cámaras. Ninguna con luz roja. Todas grabando. Sobre un mueble: una torre de casetes. Nombres escritos a mano: “Julieta, 2001”, “Anya, 1997”, “Luz, 2004”. Una cinta tenía la etiqueta arrancada. Solo se leía: “Prueba”.
El aire no olía a perfume. Olía a desinfectante reciente. Como si alguien hubiera limpiado demasiado tarde.
Epstein ya estaba allí. Sentado. Con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas, como quien va a dar una charla sobre sistemas logísticos. No había furia en él. No hacía falta. El poder no grita cuando está seguro.
—Sabes por qué estás aquí —dijo, sin mirarla—. Y si no lo sabes, él lo sabrá por ti.
No hubo más. Ghislaine se retiró como una asistente médica. La puerta se cerró. La música, ese vals arrastrado que siempre suena sin fuente visible, se desvaneció. Y en el nuevo silencio, empezaron los sonidos que no necesitaban nombre: la orden seca. El “ponte allí”. El susurro monocorde. La petición dicha sin pregunta.
El horror no llegó como látigo. Llegó como rutina.
Y eso fue lo peor.
Porque el abuso grita cuando es salvaje, pero se vuelve más letal cuando se disfraza de procedimiento.
Epstein no necesitaba tocar. Bastaba con estar.
El espejo de la sala no devolvía la imagen. Solo proyectaba un tiempo sin salida. Un tiempo donde todo era obligatorio, incluso sonreír.
La cámara giró con un zumbido apenas audible, como si reconociera que tenía algo nuevo entre manos. Elise estaba de pie en la habitación, con las rodillas rígidas y el cuello ligeramente inclinado, como si aún creyera que fingir tranquilidad pudiera salvarla de lo que vendría. Nadie le gritaba. Nadie alzaba la voz.
El abuso allí no usaba cadenas.
Usaba protocolo.
Ghislaine aparecía en las primeras tomas. Ajustando una blusa. Peinando el cabello de otra. Sus manos se movían con precisión quirúrgica, como si colocara una estatua en exposición. Nunca decía nombres, solo apodos dulces, como si rebautizarlas las convirtiera en objetos seguros.
—Ella es nueva —murmuraba, de espaldas a la cámara—. Está asustada. Eso me gusta.
Epstein entraba luego, siempre sin prisa. Llevaba traje sin corbata y un reloj demasiado caro para marcar la hora de nadie más. Su presencia era como una orden sin necesidad de palabras. A veces ni hablaba. Solo miraba. Y entonces los otros sabían qué hacer.
Trump no aparecía en todas las grabaciones, pero cuando lo hacía, no tocaba. Ordenaba. Desde el sofá. Desde el marco de la cámara. Daba instrucciones como quien elige telas para un traje a medida.
—Hazla reír. Si no se ríe, no sirve —decía a veces, sin mover un músculo.
En ese archivo —ese maldito casete sin nombre que Elise ahora tenía frente a ella— se escuchaban las risas. No las de las chicas. Las de ellos. Y entre corte y corte, una tos. Una copa que se apoya sobre el mármol. Una voz masculina que pide silencio justo antes de humillar.
Y luego, su propio rostro.
El de Elise.
Sentada. Congelada. Con una sonrisa tensa como una cuerda que va a romperse. Alguien decía su nombre equivocado. Ella asentía. Y en sus ojos podía verse el instante exacto en que entendía que no podía escapar.
La cámara giraba sola.
La habitación no tenía reloj.
El archivo no tenía fecha.
Y sin embargo, cada segundo dolía como si fuera ahora.
Elise nunca firmó nada.
No hubo papeles ni cláusulas. Solo promesas dichas con la voz de quien ya sabe que serán incumplidas. Ghislaine hablaba de pasarelas. De sesiones en Milán. De contactos con fotógrafos que “adoran la piel natural”. Y Elise, que venía de una ciudad sin aeropuerto, creyó que la suerte por fin le sonreía.
Trump no la presionó.
Ese fue el truco.
No le ordenó nada. No le alzó la voz. La miró como quien evalúa un activo. Hizo chistes torpes sobre su acento. Le habló de Manhattan. De alfombras rojas. De cómo "las modelos como tú no necesitan más que una oportunidad... con la persona correcta".
Ella rió.
No por alegría.
Por defensa.
Lo que siguió no ocurrió en voz alta. No hubo violencia explícita. Solo una secuencia coreografiada: la invitación al salón privado, la copa servida por una mano ajena, el sillón de terciopelo carmesí, y la promesa suspendida como perfume denso en el aire.
Elise no fue arrastrada.
Fue convencida.
Y eso, más que nada, es lo que le destruyó la voz durante semanas.
Porque no supo en qué momento dejó de decidir.
Porque no gritó.
Porque cuando todo terminó, alguien volvió a entrar con un dossier y una sonrisa.
—Si te preguntan —le dijo Ghislaine mientras recogía su ropa doblada—, di que fue consensuado. Siempre lo es, cuando hay posibilidades sobre la mesa.
Afuera, la piscina brillaba con luz artificial.
Adentro, Elise ya no tenía reflejo...Este fragmento del libro fue proporcionado directamente de parte del autor y fue traducido del ingles al español Latam por Rossana Oyanarte.
Capítulos[]
- El Muro de las Promesas
- Indultos y Sombras
- La Tormenta del Capitolio
- Dos Géneros, Una Nación
- California en Llamas
- Aranceles y Amenazas
- La Orden Ejecutiva
- El ascensor de Mar-A-Lago
- Mi amigo Elon Musk
- Ojivas nucleares en Israel
- Sionismo para aprendices y para degenerados
- Un rey sin corona